21.5.08

Arco iris


El arco iris está causado por gotas de agua en el aire. Suele verse en el cielo en la dirección opuesta al Sol, cerca de zonas con lluvia o de agua pulverizada en las cascadas, que descompone la luz blanca en sus colores. En el arco más brillante, el primario, que muchas veces es el único visible, los colores tiene el rojo en su lado externo. Sobre este arco perfecto hay otro secundario donde los colores están en orden inverso. Este arco es más apagado porque se produce tras una reflexión doble en el interior de las gotas.

Cuando un rayo de Sol pasa por una gota de agua, se desvía (se refracta) y se refleja en su interior de tal forma que aparece un espectro de colores. Sin embargo, sólo pueden verse cuando el ángulo de reflexión entre el Sol, la gota de agua y la línea de visión del observador se sitúa entre 40° y 42°.

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76: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 76 mirada a Claveles, que lloraba con la cabeza cubierta por el chal. –¿Qué vamos a hacer, abuelo? –preguntó ella al salir. –Criarlo, pues. –¿Cómo? –Con paciencia, igual como se entrenan los gallos o se meten Calvarios en botellas. Es cosa de ojo, tiempo y corazón. Así lo hicieron. Sin considerar el hecho de que la criatura no podía oírlos, le hablaban sin tregua, le cantaban, lo colocaban cerca de la radio encendida a todo volumen. El abuelo tomaba la mano del niño y la apoyaba con firmeza sobre su propio pecho, para que sintiera la vibración de su voz al hablar, lo incitaba a gritar y celebraba sus gruñidos con grandes aspavientos. Apenas pudo sentarse lo instaló a su lado en un cajón, lo rodeó de palos, nueces, huesos, trozos de tela y piedrecillas para jugar, y, más tarde, cuando aprendió a no metérsela a la boca, le pasaba una bola de barro para moldear. Cada vez que conseguía trabajo, Claveles partía al pueblo, dejando a su hijo en manos de Jesús Dionisio. A donde fuera el anciano la criatura lo seguía como una sombra, rara vez se separaban. Entre los dos se desarrolló una sólida camaradería que eliminó la tremenda diferencia de edad y el obstáculo del si encio. Juan se acostumbró a observar los gestos y las expresiones del rostro de su bisabuelo para descifrar sus intenciones, con tan buenos resultados que para el año en que aprendió a caminar ya era capaz de leerle los pensamientos. Por su parte Jesús Dionisio lo cuidaba como una madre. Mientras sus manos se esmeraban en delicadas artesanías, su instinto seguía los pasos del niño, atento a cualquier peligro, pero sólo intervenía en casos extremos. No se acercaba a consolarlo después de una caída ni a socorrerlo cuando estaba en apuros, así lo acostumbró a valerse por sí mismo. A una edad en que otros muchachos todavía andan tropezando como cachorros, Juan Picero podía vestirse, lavarse y comer solo, alimentar a las aves, ir a buscar agua al pozo, sabía tallar las partes más simples de los santos, mezclar colores y preparar las botellas para los Calvarios. –Habrá que mandarlo a la escuela para que no se quede bruto como yo –dijo Jesús Dionisio Picero cuando se acercaba el séptimo cumpleaños del niño. Claveles hizo algunas indagaciones, pero le informaron que su hijo no podía asistir a un curso normal, porque ninguna maestra estaría dispuesta a aventurarse en el abismo de soledad donde estaba sumido. –No importa, abuelo, se ganará la vida fabricando santos, como usted –se resignó Claveles. –Eso no da para comer. –No todos pueden educarse, abuelo. –Juan es sordo, pero no tonto. Tiene mucho discernimiento y puede salir de aquí, la vida en el campo es muy dura para é Claveles estaba convencida de que el abuelo había perdido el juicio o que el amor por el niño le impedía ver sus limitaciones. Compró un silabario e intentó traspasarle sus escasos conocimientos, pero no logró hacerle entender a su hijo que esos garabatos representaban sonidos y acabó por perder la paciencia. En esa época aparecieron los voluntarios de la señora Dermoth. Eran unos jóvenes provenientes de la ciudad, que recorrían las regiones más apartadas del país hablando de un proyecto humanitario para socorrer a los pobres. Explicando que en algunas partes nacían demasiados niños y sus padres no los podían alimentar, mientras en otras había muchas parejas sin hijos. Su organización intentaba aliviar ese desequilibrio. Se presentaron en el rancho de los Picero con un mapa de Norteamérica y unos folletos impresos a color donde se veían fotografías de niños morenos junto a padres rubios, en lujosos ambientes con chimeneas encendidas, grandes perros lanudos, pinos decorados con escarcha plateada y bolas de Navidad. Después de hacer un rápido inventario de la pobreza de los Picero, les informaron sobre la misión caritativa de la señora Dermoth, quien ubicaba a los niños más desamparados y los entregaba en adopción a familias con dinero, para salvarlos de una vida de miseria. A diferencia de otras instituciones destinadas al mismo fin, ella se ocupaba sólo de criaturas con taras de nacimiento o baldadas por accidentes o enfermedades. En el Norte había algunos matrimonios –buenos cristianos, por supuesto– que estaban dispuestos a adoptar a esos niños. 76 Librodot

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75: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 75 estaban de fiesta. A Jesús Dionisio Picero le resultó casi imposible vender sus artesanías, pero siguió fabricándolas, porque en ese oficio se le pasaban las horas sin cansancio, como si siempre fuera temprano. Sin embargo, ni el trabajo ni la presencia de su nieta pudieron aliviarlo y empezó a beber a escondidas, para que nadie notara su vergüenza. Borracho llamaba a su mujer y a veces lograba verla junto al fogón de la cocina. Sin los cuidados diligentes de Amparo Medina la casa se fue deteriorando, se enfermaron las gallinas, tuvieron que vender la cabra, se les secó el huerto y pronto eran la familia más pobre de los alrededores. Poco después Claveles partió a trabajar a un pueblo vecino. A los catorce años su cuerpo ya había alcanzado la forma y el tamaño definitivos, y como no tenía la piel cobriza ni los firmes pómulos de los otros miembros de la familia, Jesús Dionisio Picero concluyó que su madre debió ser blanca, lo cual ofrecía una explicación para el hecho insólito de que la hubiera abandonado en la puerta de un cuartel. Al cabo de un año y medio Claveles Picero regresó a la casa con manchas en la cara y una barriga prominente. Encontró a su abuelo sin más compañía que una leva de perros hambrientos y un par de gallos lamentables sueltos en el patio, hablando solo, la mirada perdida, con signos de no haberse lavado en un buen tiempo. Lo rodeaba el mayor desorden. Había abandonado su pedazo de tierra y pasaba las horas fabricando santos con una premura demencial, pero de su antiguo talento quedaba ya muy poco. Sus esculturas eran unos seres deformes y lúgubres, inapropiados para la devoción o para la venta, que se amontonaban por los rincones de la casa como pilas de leña. Jesús Dionisio Picero había cambiado tanto que no intentó endilgarle a su nieta un discurso sobre el pecado de echar hijos al mundo sin padre conocido, en verdad pareció no notar las señales del embarazo. Se limitó a abrazarla, tembloroso, llamándola Amparo. –Míreme bien, abuelo, soy Claveles y vengo a quedarme, porque aquí hay mucho que hacer –dijo la joven y partió a encender la cocina para hervir unas papas y calentar agua para bañar al anciano. Durante los meses siguientes Jesús Dionisio pareció resucitar de su duelo, dejó la bebida, volvió a cultivar su huerto, a ocuparse de sus gallos y a limpiar la iglesia. Todavía le hablaba al recuerdo de su mujer y de vez en cuando confundía a la nieta con la abuela, pero recuperó la capacidad de reírse. La compañía de Claveles y la ilusión de que pronto habría otra criatura en la casa le devolvieron el amor por los colores y poco a poco dejó de embetunar sus Santos con pintura negra, ataviándolos con ropajes más adecuados para el altar. El niño de Claveles salió del vientre de su madre un día a las seis de la tarde y cayó en las manos callosas de su bisabuelo, quien tenía una larga experiencia en esos menesteres, porque había ayudado a nacer a sus trece hijos. –Se llamará Juan –decidió el improvisado partero tan pronto hubo cortado el cordón y envuelto a su descendiente en un pañal. –¿Por qué Juan? No hay ningún Juan en la familia, abuelo. –Porque Juan era el mejor amigo de Jesús y éste será el amigo mío. ¿Y cuál es el apellido del padre? –Haga cuenta que padre no tiene. –Picero entonces, Juan Picero. Dos semanas después del nacimiento de su bisnieto, Jesús Dionisio comenzó a cortar los palos para un Nacimiento, el primero que hacía desde la muerte de Amparo Medina. Claveles y su abuelo no tardaron mucho en darse cuenta de que el niño era anormal. Tenía una mirada curiosa y se movía como cualquier bebé, pero no reaccionaba cuando le hablaban, podía permanecer horas despierto e inmóvil. Hicieron el viaje hasta el hospital y allí les confirmaron que era sordo y por lo tanto sería mudo. El médico agregó que no había mucha esperanza para él, a menos que tuvieran la suertey lograran colocarlo en una institución en la ciudad, donde le enseñarían buena conducta y en el futuro podrían darle un oficio para que se ganara la vida con decencia y no fuera siempre una carga para los demás. –Ni hablar, Juan se queda con nosotros –decidió Jesús Dionisio Picero, sin darle ni una 75 Librodot

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74: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 74 limosna para el cuidado del templo y la ayuda al cura. Trece hijos tuvo Picero con su mujer, Amparo Medina, de los cuales cinco sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia. Cuando la pareja pensaba que ya había terminado la crianza, porque todos los muchachos eran adultos y habían salido de la casa, el menor volvió con permiso del Servicio Militar trayendo un bulto envuelto en trapos y se lo puso sobre las rodillas a Amparo. Al abrirlo vieron que se trataba de una niña recién nacida, medio agónica por la falta de leche materna y por el vapuleo del viaje. –¿De dónde sacó esto, hijo? –preguntó Jesús Dionisio Picero. –Al parecer es de la misma sangre mía –replicó el joven sin atreverse a sostener la mirada de su padre, estrujándose la gorra del uniforme entre sus dedos sudorosos. –Y si no es mucho preguntar, ¿dónde se metió la madre? –No sé. Dejó a la chiquita en la puerta del cuartel con un papel escrito de que el padre soy yo. El Sargento me mandó a entregársela a las monjas, dice que no hay manera de probar que es mía. Pero a mí me da lástima, no quiero que sea huérfana... –¿Dónde se ha visto que una madre abandone a su crío recién parido? –Son cosas de la ciudad. –Ha de ser, pues. ¿Y cómo se llama esta pobrecita? –Como usted la bautice, padre, pero si me lo pregunta, a mí me gusta Claveles, que era la flor preferida de su madre. Jesús Dionisio salió a buscar la cabra para ordeñarla, mientras Amparo limpiaba al bebé con aceite y le rezaba a la Virgen de la Gruta pidiendo que le diera ánimo para hacerse cargo de otro niño. Una vez que vio a la criatura en buenas manos, el hijo menor se despidió agradecido, se echó el bolso al hombro y regresó al cuartel a cumplir su castigo. Claveles creció en la casa de sus abuelos. Era una muchacha taimada y rebelde, a quien era imposible dominar mediante razones o con el ejercicio de la autoridad, pero que sucumbía de inmediato cuando le tocaban los sentimientos. Se levantaba al amanecer y caminaba cinco millas hasta un galpón en medio de los potreros, donde una maestra reunía a los niños de la zona para darles una instrucción básica. Ayudaba a su abuela en las tareas de la casa y a su abuelo en el taller, iba al cerro en busca de tierra de loza y le lavaba los pinceles, pero nunca se interesó por otros aspectos de su arte. Cuando Claveles tenía nueve años Amparo Medina, que se había ido encogiendo y estaba reducida al aspecto de un infante, amaneció fría en su cama, extenuada por tantas maternidades y tantos años de trabajo. Su marido cambió su mejor gallo por unas tablas y le fabricó una urna decorada con escenas bíblicas. Su nieta la vistió para el funeral con un hábito de Santa Bernardita, túnica blanca y cordón celeste en la cintura, el mismo usado por ella para su Primera Comunión, y que le quedó justo al cuerpo esmirriado de la anciana. Jesús Dionisio y Claveles salieron de la casa rumbo al cementerio, tirando de una carretilla donde iba el ataúd adornado con flores de papel. Por el camino se le sumaron los amigos, hombres y mujeres con las cabezas cubiertas, que los acompañaron en silencio. El viejo escultor de santos y su nieta quedaron solos en la casa. En señal de duelo pintaron una cruz grande en la puerta y ambos llevaron por años una cinta negra cosida en la manga. El abuelo trató de reemplazar a su mujer en los detalles prácticos de la vida, pero nada volvió a ser como antes. La ausencia de Amparo Medina lo invadió por dentro, como una enfermedad maligna, sintió que se le aguaba la sangre, se le oscurecían los recuerdos, se le tornaban los huesos de algodón, se le llenaba el espíritu de dudas. Por primera vez en su existencia se rebeló contra el destino, preguntándose por qué a ella se la habían llevado sin él. A partir de entonces ya no pudo hacer Pesebres, de sus manos sólo salían Calvarios y Santos Mártires, todos vestidos de luto, a los cuales Claveles pegaba letreros con mensajes patéticos a la Divina Providencia, dictados por su abuelo. Esas figuras no tuvieron la misma aceptación entre los turistas de la ciudad, que preferían los colores escandalosos atribuidos por error al temperamento indígena, ni entre los campesinos, quienes necesitaban adorar deidades alegres, porque el único consuelo a las tristezas de este mundo era imaginar que en el cielo siempre 74 Librodot

Mitología griega de: Grecia

Etimológicamente significa: tratado de los mitos o ciencia que se ocupa de los mismos.

Mito se dice de cualquier relato o historia en la que son protagonistas dioses o héroes, pertenecientes en general al acervo religioso de los pueblos.
Esta intervención semi sagrada, es la que diferencia al mito de la leyenda o cuento.
El mito no tiene por qué ser necesariamente religioso (afirma Grimal).
La mitología griega tomó el nombre de “Clásica”, cuando se transformó en modelo de otras mitologías. A pesar de que cada pueblo tenga su propia mitología.
Todas las mitologías han dejado sus huellas en los campos de las bellas artes, pero la griega es la que ocupa el primer lugar en arquitectura, escultura, pintura, etc.
Cuando y porqué surgen los mitos:

Rose dice: “el mito es el resultado de la operación de la imaginación ingenua sobre los hechos de la experiencia, la puesta en movimiento de la imaginación del hombre (de casi todas la épocas y lugares), ante un objeto que aparece como maravilloso e intrigante”.

El hombre primitivo, lleno de temor al enfrentarse con el medio hostil y los fenómenos de la naturaleza, se amparó en su imaginación para intentar explicarlos, como así también los orígenes del mundo.

En el período Neolítico, los hombres fueron rellenando el vacío de las incógnitas, no sólo sobre su ámbito próximo, sino también sobre el espacio infinito que lo rodeaba.

Aparecieron entonces los mitos populares y también los mitos sabios, creados o recogidos por los poetas o pensadores.

Estos relatos mitológicos que el pueblo guardó con respeto y cariño, fueron inmortalizadas en obras artísticas y literarias. Como ejemplo podríamos citar a la Ilíada, la Odisea, Ulises, etc.

Los mitos más importantes y trascendentales son los populares y anónimos surgidos y trasmitidos por tradición oral, en este aspecto no se diferencian de las otras leyendas.

En su origen mito también significaba palabra o discurso, con el tiempo fue sinónimo de leyenda pero hasta cierto punto.

También esta la Mitografía que es la actividad que realizaron los compiladores griegos y romanos que se ocuparon de reunir los mitos de Grecia y Roma. No confundir con Mitología que es la ciencia de los mitos y el arte de interpretarlos.

Mitos creadores de los Dioses:

Había que atribuir a alguien esa fuerza de la naturaleza y de los gigantescos astros a seres superiores que los humanos, a quienes había que complacer para evitar sus cóleras.

Así fue como surgieron los Dioses con formas humanas, además de la inmortalidad a los Dioses se les atribuyó virtudes, vicios y pasiones similares a los humanos.
También surgieron los primeros héroes y heroínas como fundadores de pueblos y ciudades.

Se debe diferenciar entre mito y religión.

La religión deriva del sentimiento y la mitología de la imaginación, aunque a veces tengan un fondo común.

Un mito puede transformarse en dogma y adoptar la forma de leyenda, pero no todas las creencias primitivas son mitología y que con el tiempo se transforme en religión.
Para el hombre primitivo el mito tiene un valor equivalente al que posee la Revelación para el cristiano. Es aquí donde se produce la conexión estrecha entre mito y religión.

Fuentes de estudio para la mitología griega:

Los trabajos y los días y la Teogonía atribuidas al poeta Hesíodo, en el siglo Vlll y Vll a de C. que narró los orígenes de los Dioses en versos, dedicando a Zeus como padre y jefe de dioses y mortales.

Homero se destacó con sus poemas épicos La Ilíada y La Odisea, en los años 1000 a.C o Vlll a.C cuando se gestaron.

En el siglo XlVa .C. la guerra de Troya es inmortalizada por los poemas Homéricos en La Ilíada y La Odisea.

También están los Himnos Homéricos, son treinta y tres poemas dedicados a distintos Dioses.

Píndaro en sus poemas relata los juegos Olímpicos y sus primeros vencedores.
Luego tenemos a Esquilo, Sófocles y Eurípides con sus Tragedias griegas.
Tampoco habría que olvidar a Aristófanes, Herodoto y Platón.

Mitos de la creación

En la Biblia, Génesis cap.1 se relata la creación como obra de Yahvé el Ser Supremo.
Hesíodo nos cuenta como fue la creación del Universo:

En un principio sólo existía el Caos. Después surgió la tierra: Gea, morada perenne y segura de los seres vivientes, surgida del Tártaro tenebroso de las profundidades y Eros (el amor), el más bello de los Dioses.

Después del Caos gracias a la acción de Eros con su principio vital, engendró a Erebos (las tinieblas), que en una vasta zona subterránea, extendía sus dominios por debajo de Gea (la tierra), también creó a Nix (la noche o la oscuridad).
de la tierra. De los amores de Nix y Erebos, nacieron Eter y Hemera (el día), que personificaron a la luz celeste

Así Gea, llena de luz, ganó personalidad, pero no pudo unirse al Caos. Sola mientras dormía comenzó a engendrar a Urano (el cielo y las estrellas), de igual extensión que ella. De esta forma la tierra fue toda cubierta, convirtiéndose en una morada celestial para los Dioses, segura y eterna.

También creó a las montañas y los bosques, donde se refugiaron las Ninfas.
Urano, en agradecimiento a su madre Gea, derramó una fértil lluvia sobre ella, haciendo así nacer bellas flores y hierbas frescas, variedad de árboles, junto a muchas aves y animales de todo tipo.

La lluvia corrió por las laderas, depositándose en sus huecos y llanuras formando así los ríos, lagos y mares, a todos ellos se les dieron nombres deTitanes: Océano, Ceo, Crío, Hiparión; Cronos. Y Titánicas como: Temis, Rea, Tetis, Tea, Mnemosina y Febe. De la unión de ellos surgieron los otros Dioses y Hombres.

Gea y Urano, no conformes con eso, quisieron demostrar su superioridad, engendraron otros hijos de feos aspectos: los tres Cíclopes, Arges, Astéropes y Brontes que representaban respectivamente el rayo, el relámpago y el trueno, tenían un solo ojo en la frente y también eran inmortales.

En la Odisea, cuenta como Ulises engañó astutamente a uno de los descendientes de los Ciclopes.

Sola la Noche, engendró a Tánatos (la muerte) y a Hipno (el sueño), a las Hespérides, guardianas del amanecer y el atardecer, las Moiras (parcas), defensoras del orden cósmico, Némesis, protector del equilibrio y la justicia divina.

Todo parecía perfecto. Pero Urano arrepentido de haber engendrado seres tan horribles como los cíclopes, sin consultar a su esposa, los fue arrojando a los abismos infernales del Tártaro. Cuando Gea se enteró del terrible destino de sus hijos, tramó una venganza contra Urano. Gea,(la tierra)produjo un mineral(el hierro), con el que construyó una hoz.. Llamó a sus hijos para que vengaran a sus hermanos, sólo Cronos se presentó al llamado de su madre.

Hesíodo cuenta como Cronos logra vengar a sus hermanos: En la noche, cuando Urano se disponía a descansar sobre la tierra, Cronos salió de su escondite empuñando la gran hoz con la que cortó los testículos de Urano arrojándolos al azar. La sangre que de ellos brotó se derramó sobre la tierra, fecundándola nuevamente. Así fue que nacieron las Furias o las Erinias, seres monstruosos que tenían la misión de vengar a los parricidas.

Las partes viriles de Urano, fueron flotando en el mar y de ellos comenzó a brotar una espuma blanca de la que emergió una bellísima mujer llamada Afrodita (la Diosa del amor).

Gea reconoció a su hijo Cronos como el gran héroe por haber derrotado a su padre: Urano quien fue apartado del poder del Universo. Pero Gea hizo un pacto secreto con Cronos, debía devorarse a todos sus hijos al nacer, para que Titán, (su hermano mayor), dejara la sucesión a su descendencia.

Cronos casado con su hermana Rea, se convirtió en un monarca mucho más despótico que su padre Urano. Porque éste le había profetizado que sería a su vez destronado por sus hijos.

Gea, indignada por lo que su marido hacía con sus hijo, al nacer Zeus, en lugar de entregárselo para que se lo comiera, le dio una piedra envuelta en pañales y Cronos sin sospechar nada se la devoró.

Zeus, creció entonces en lugares desconocidos, oculto, algunos dicen que creció en una pequeña isla de creta, alimentado por leche de cabra.

Cronos tomó un bebedizo que le hizo arrojar la piedra, junto con todos sus hijos.
Cuando Zeus creció, le declaró la guerra a su padre Cronos, que fue seguido por algunos de sus hijos, otros estaban del lado de Zeus, esta batalla se llamó la Titanomaquia. Porque algunos titanes colaboraron con Cronos.

Zeus recibió la ayuda que les prestaron los Cíclopes y los Hecatónquiros y los titanes y Cronos fueron derrotados en esa terrible guerra. Los titanes vencidos fueron arrojados al Tártaro y Cronos fue desterrado a Italia.

Hades y Poseidón, son los hermanos varones de Zeus que fueron salvados. Como premio y reconocimiento de los Cíclopes y los Hecatónquiros, todos ellos recibieron unas terribles armas hechas por ellos. A Hades le obsequiaron un sólido casco.
A Poseidón lo armaron con el tridente. A Zeus le dieron el rayo.

Estos fueron los Dioses vencedores y reconocieron a Zeus como el jefe y ocuparon desde hoy el Olimpo y recibieron el nombre de Dioses Olímpicos.

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fotos Cerámicos Moche:

3.4.08

Nubes nocturnas


Algunas veces es noche en la tierra, pero día en el cielo. Conforme la tierra rota para eclipse el Sol, la salida de éste se muestra por el horizonte. Por tanto, en la salida en la tierra, la luz del Sol a veces ilumina las nubes de arriba.

Bajo circunstancias inusuales, podemos ver una salida de Sol preciosa como la de la foto, donde las nubes flotan tan altas que pueden verse en la oscuridad. La fotografía, donde vemos un conjunto de este tipo de nubes, muestra un colorido paisaje visible en la noche.

Aunque estas nubes parecen estar compuestas por partículas de pequeños trozos de hielo, todavía desconocemos mucho de ellas. Evidencias actuales indican que al menos algunas de estas nubes son el resultado de la congelación de agua de la Lanzadera Espacial.

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73: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 73 UN CAMINO HACIA EL NORTE Claveles Picero y su abuelo, Jesús Dionisio Picero, demoraron treinta y ocho días en cubrir los doscientos setenta kilómetros entre su aldea y la capital. Cruzaron a pie las tierras bajas, donde la humedad maceraba la vegetación en un caldo eterno de lodo y sudor, subieron y bajaron los cerros entre iguanas inmóviles y palmeras agobiadas, atravesaron las plantaciones de café esquivando capataces, lagartos y culebras, anduvieron bajo las hojas del tabaco entre mosquitos fosforescentes y mariposas siderales. Iban directo hacia la ciudad, bordeando la carretera, pero en un par de ocasiones debieron dar largos rodeos para evitar los campamentos de soldados. A veces los camioneros disminuían la marcha al pasar por su lado, atraídos por la espalda de reina mestiza y el largo cabello negro de la muchacha, pero la mirada del viejo los disuadía enseguida de cualquier intento de molestarla. El abuelo y su nieta no tenían dinero y no sabían mendigar. Cuando se le terminaron las provisiones que llevaban en una cesta, siguieron adelante a punta de puro coraje. Por las noches se envolvían en sus rebozos y se dormían bajo los árboles con un avemaría en los labios y el alma puesta en el niño, para no pensar en pumas y en alimañas ponzoñosas. Despertaban cubiertos de escarabajos azules. Con los primeros signos del amanecer, cuando el paisaje permanecía envuelto por las últimas brumas del sueño y todavía los hombres y las bestias no empezaban las faenas del día, ellos echaban a andar otra vez para aprovechar el fresco. Entraron en la capital por el Camino de los Españoles, preguntando a quienes cruzaban en las calles dónde podían hallar al Secretario del Bienestar Social. Para entonces a Jesús Dionisio le sonaban todos los huesos y a Claveles los colores del vestido se le habían desvanecido, tenía la expresión hechizada de una sonámbula y un siglo de fatiga se había derramado sobre el esplendor de sus veinte años. Jesús Dionisio era el artesano más conocido de la provincia, en su larga vida había ganado un prestigio del cual no se jactaba, porque consideraba su talento como un don al servicio de Dios, del cual él era sólo su administrador. Había comenzado como alfarero y todavía hacía cacharros de barro, pero su fama provenía de santos de madera y pequeñas esculturas en botellas, que compraban los campesinos para sus altares domésticos o se vendían a los turistas en la capital. Era un trabajo lento, cosa de ojo, tiempo y corazón, como les explicaba el hombre a los chiquillos arremolinados a su alrededor para verlo trabajar. Introducía con pinzas en las botellas los palitos pintados, con un punto de cola en las partes que debía pegar, y esperaba con paciencia que secaran antes de poner la pieza siguiente. Su especialidad eran los Calvarios: una cruz grande al centro donde colgaba el Cristo tallado, con sus clavos, su corona de espinas y una aureola de papel dorado, y otras dos cruces más sencillas para los ladrones del Gólgota. En Navidad fabricaba nichos para el Niño Dios, con palomas representando el Espíritu Santo y con estrellas y flores para simbolizar la Gloria. No sabía leer ni firmar su nombre porque cuando él era niño no había escuela por esos lados, pero podía copiar del libro de misa algunas frases en latín para decorar los pedestales de sus santos. Decía que sus padres le habían enseñado a respetar las leyes de la Iglesia y a las gentes, lo cual era más valioso que tener instrucción. El arte no le daba para mantener su casa y redondeaba su presupuesto criando gallos de raza, finos para la pelea. A cada gallo debía dedicarle muchos cuidados, los alimentaba en el pico con una papilla de cereales machacados y sangre fresca, que conseguía en el matadero, debía despulgarlos a mano, airearles las plumas, pulirles las espuelas y entrenarlos a diario para que no les faltara valor a la hora de probarlos. A veces iba a otros pueblos para verlos pelear, pero nunca apostaba, pues para él todo dinero ganado sin sudor y trabajo era cosa del diablo. Los sábados por la noche iba con su nieta Claveles a limpiar la iglesia para la ceremonia del domingo. No siempre alcanzaba a llegar el sacerdote, que recorría los pueblos en bicicleta, pero los cristianos se juntaban de todos modos a rezar y cantar. Jesús Dionisio era también el encargado de colectar y guardar la 73 Librodot

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72: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 72 reverberación de la luz. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro, estimando su propia tenacidad y aceptando que estaban ante un adversario formidable. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió. La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes. Empleó todos los recursos de seducción registrados desde los albores del conocimiento humano y otros que improvisó inspirada por la necesidad, para brindar a aquel hombre el mayor deleite. No sólo trabajó sobre su cuerpo como diestra artesana, pulsando cada fibra en busca del placer, sino que puso al servicio de su causa el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos, el alegre gozo de los amantes. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento, pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda era pudorosa y tímida y había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante esa inolvidable tarde ella no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino. 72 Librodot

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71: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 71 –Se los dije, tiene menos cojones que yo –rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido. Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas. _Al Juez le llegó su hora –dijo Vidal. Su plan consistía en entrar al pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar al otro día todo el mundo pudiera ver sus restos humillados. Pero se enteró de que la familia Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota. El indicio de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al Juez Hidalgo a mitad de ruta, en una posada donde se habían detenido a descansar. El lugar no ofrecía suficiente protección hasta que acudiera el destacamento de la guardia, pero llevaba algunas horas de ventaja y su vehículo era más rápido que los caballos. Calculó que podría llegar al otro pueblo y conseguir ayuda. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Debió llegar con un amplio margen de seguridad, pero estaba escrito que Nicolás Vidal se encontraría ese día con la mujer de la cual había huido toda su vida. Extenuado por las noches de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa carrera para salvar a su familia, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por fin en la vera. Doña Casilda tardó un par de minutos en darse cuenta de lo ocurrido. A menudo se había puesto en el caso de quedar viuda, pues su marido era casi un anciano, pero no imaginó que la dejaría a merced de sus enemigos. No se detuvo a pensar en eso, porque comprendió la necesidad de actuar de inmediato para salvar a los niños. Recorrió con la vista el sitio donde se encontraba Y estuvo a punto de echarse a llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada por un sol inmisericorde, no se vislumbraban rastros de vida humana, sólo los cerros agrestes y un cielo blanqueado por la luz. Pero con una segunda mirada distinguió en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr llevando a dos criaturas en brazos y la tercera prendida a sus faldas. Tres veces escaló Casilda cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Era una cueva natural, como muchas otras en los montes de esa región. Revisó el interior para cerciorarse de que no fuera la guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una lágrima. –Dentro de algunas horas vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún motivo, aunque me oigan gritar, ¿han entendido? –les ordenó. Los pequeños se encogieron aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro. Llegó hasta el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. No sabía de cuántos hombres se componía la banda de Nicolás Vidal, pero rezó para que fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella, y reunió sus fuerzas preguntándose cuánto tardaría morir si se esmeraba en hacerlo poco a poco. Deseó ser opulenta y fornida para oponerles mayor resistencia y ganar tiempo para sus hijos. No tuvo que aguardar largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los dientes. Desconcertada, vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció a Nicolás Vidal, quien había decidido ir en persecución del Juez Hidalgo sin sus hombres, porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Entonces ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir lentamente. Al bandido le bastó una mirada para comprender que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier castigo, durmiendo su muerte en paz, pero allí estaba su mujer flotando en la 71 Librodot

Dragones

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20.2.08

Tormenta de polvo


El satélite SeaWIFS de la NASA registra el color de los océanos desde su órbita, siguiendo los cambios del clima y la biosfera de nuestro mundo acuático. Pero incluso un planeta oceánico puede tener tormentas de polvo. Desde su ventajosa posición en el espacio otros satélites también han captado imágenes que han revelado tormentas que transportan cantidades masivas de arena y polvo a través de los océanos de la Tierra.

El 26 de febrero de 2000 el satélite WIFS envió este dramático acercamiento de una extensa nube de polvo formada sobre el desierto del Sahara, soplando en África noroccidental, sobre las Islas Canarias y el Océano Atlántico.

Aunque hay indicios de que los efectos globales de las tormentas de polvo del Sahara incluyen el deterioro de las ecologías de los arrecifes coralinos en el Caribe y el aumento de la frecuencia de los huracanes en el Atlántico, también hay evidencias de que el polvo lleva nutrientes hasta las selvas lluviosas del Amazonas.

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70: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 70 A medida que transcurrían las horas, aumentaba la tensión en el grupo. Se miraban unos a otros sudando, sin atreverse a hacer comentarios, esperando impacientes, las manos en las cachas de los revólveres, en las crines de los caballos, en las empuñaduras de los lazos. Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. Al amanecer las opiniones estaban divididas entre los hombres, unos creían que era mucho más desalmado de lo que jamás imaginaron y otros que su jefe planeaba una acción espectacular para rescatar a su madre. Lo único que nadie pensó fue que pudiera faltarle el coraje, porque había dado muestras de tenerlo en exceso. Al mediodía no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer. –Nada –dijo. –¿Y tu madre? –Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo –replicó imperturbable Nicolás Vidal. Al tercer día Juana La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal en los momentos de lucidez y soñando con el infierno el resto del tiempo. Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, se quedaban prendidos en los rincones, los recogían los perros para repetirlos aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener la huelga solidaria de las prostitutas, que coincidió con la quincena de los mineros. El sábado las calles estaban tomadas por los rudos trabajadores de las minas, ansiosos por gastar sus ahorros antes de volver a los socavones, pero el pueblo no ofrecía ninguna diversión, aparte de la jaula y ese murmullo de lástima llevado de boca en boca, desde el río hasta la carretera de la costa. El cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante el Juez Hidalgo a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que eximiera a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana La Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda. La esposa del Juez los recibió en el sombrío salón de su casa y atendió sus razones Callada, con los ojos bajos, como era su estilo. Hacía tres días que su marido se encontraba ausente, encerrado en su oficina, aguardando a Nicolás Vidal con una determinación insensata. Sin asomarse a la ventana, ella sabía todo lo que ocurría en la calle, porque también a las vastas habitaciones de su casa entraba el ruido de ese largo suplicio. Doña Casilda esperó que las visitas se retiraran, vistió a sus hijos con las ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias la vieron aparecer por la esquina y adivinaron sus intenciones, pero tenían órdenes precisas, así es que cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar, observada por una muchedumbre expectante, la tomaron por los brazos para impedírselo. Entonces los niños comenzaron a gritar. El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había taponeado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Durante tres días con sus noches aguantó el llanto de su víctima y los insultos de los vecinos amotinados ante el edificio, pero cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con una barba del miércoles, los ojos afiebrados por la vigilia y el peso de su derrota en la espalda. Atravesó la calle, entró en el cuadrilátero de la plaza y se aproximó a su mujer. Se miraron con tristeza. Era la primera vez en siete años que ella lo enfrentaba y escogió hacerlo delante de todo el pueblo. El Juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera. 70 Librodot

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69: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 69 Vidal había nacido treinta años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre lo sabía, por eso intentó arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos brutales, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Años después Juana La Triste, al ver a ese hijo tan diferente, comprendió que los drásticos sistemas para abortar que no consiguieron eliminarlo, en cambio templaron su cuerpo y su alma hasta darle la dureza del hierro. Apenas nació, la comadrona lo levantó para observarlo a la luz de un quinqué y de inmediato notó que tenía cuatro tetillas. –Pobrecito, perderá la vida por una mujer –pronosticó guiada por su experiencia en esos asuntos. Esas palabras pesaron como una deformidad en el muchacho. Tal vez su existencia hubiera sido menos mísera con el amor de una mujer. Para compensarlo por los numerosos intentos de matarlo antes de nacer, su madre escogió para él un nombre pleno de belleza y un apellido sólido, elegido al azar; pero ese nombre de príncipe no bastó para conjurar los signos fatales y antes de los diez años el niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. El hábito de la violencia desarrolló la fuerza de sus músculos, la calle lo hizo despiadado y la soledad, a la cual estaba condenado por temor a perderse de amor, determinó la expresión de sus ojos. Cualquier habitante del pueblo podía jurar al verlo que era el hijo de Juana La Triste, porque tal como ella, tenía las pupilas aguadas de lágrimas sin derramar. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal para callar la protesta de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él. La pandilla consolidó en tal forma su mal nombre, que las aldeas y las haciendas pagaban un tributo para mantenerla alejada. Con esas donaciones los hombres podían estar tranquilos, pero Nicolás Vidal los obligaba a mantenerse siempre a caballo, en medio de una ventolera de muerte y estropicio para que no perdieran el gusto por la guerra ni se les mermara el desprestigio. Nadie se atrevía a enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército para reforzar a sus policías, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas. Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo decidió pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas a falta de clientes dispuestos a pagar por sus servicios, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua. –Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con los soldados –dijo el Juez. El rumor de ese castigo, en desuso desde la época de los esclavos cimarrones, llegó a oídos de Nicolás Vidal poco antes de que su madre bebiera el último sorbo del cántaro. Sus hombres lo vieron recibir la noticia en silencio, sin alterar su impasible máscara de solitario ni el ritmo tranquilo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un solo recuerdo placentero de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental, sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos, mientras alistaban sus armas y sus monturas, dispuestos a acudir a la emboscada y dejar en ella la vida si fuera necesario. Pero el jefe no dio muestras de prisa. 69 Librodot

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68: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 68 LA MUJER DEL JUEZ Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer. Lo pronosticaron el día de su nacimiento y lo confirmó la dueña del almacén en la única ocasión en que él permitió que le viera la fortuna en la borra del café, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del Juez Hidalgo. La divisó por primera vez el día en que ella llegó al pueblo a casarse. No la encontró atractiva, porque prefería las hembras desfachatadas y morenas, y esa joven transparente en su traje de viaje, con la mirada huidiza y unos dedos finos, inútiles para dar placer a un hombre, le resultaba inconsistente como un puñado de ceniza. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y a lo largo de su vida huyó de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante y remota le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella, y llegado el momento olvidó la predicción que siempre estuvo presente en sus decisiones. Desde el techo del edificio, donde se había agazapado con dos de sus hombres, observó a la señorita de la capital cuando ésta bajó del coche el día de su matrimonio. Llegó acompañada por media docena de sus familiares, tan lívidos y delicados como ella, que asistieron a la ceremonia abanicándose con aire de franca consternación y luego partieron para nunca más regresar. Como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y dentro de poco las comadres deberían vestirla para su propio funeral. En el caso improbable de que resistiera el calor y el polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma, sin duda sucumbiría ante el mal humor y las manías de solterón de su marido. El Juez Hidalgo la doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabía por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su temperamento severo y su terquedad para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado. Vestía de negro riguroso para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y a pesar de la polvareda irreductible de ese pueblo sin ilusiones llevaba siempre los botines lustrados con cera de abeja. Un hombre así no está hecho para marido, decían las comadres, sin embargo no se cumplieron los funestos presagios de la boda, por el contrario, Casilda sobrevivió a tres partos seguidos y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la misa de doce, imperturbable bajo su mantilla española, intocada por las inclemencias de ese verano perenne, descolorida y silenciosa como una sombra. Nadie le oyó algo más que un saludo tenue, ni le vieron gestos más osados que una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz, parecía volátil, a punto de esfumarse en un descuido. Daba la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia en el Juez, cuyos cambios eran notables. Si bien Hidalgo continuó siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones en la Corte dieron un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina. Las lenguas maliciosas del pueblo murmuraban que el Juez Hidalgo se daba vuelta como un guante cuando traspasaba el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con sus hijos, se reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron confirmadas. De todos modos, atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio mejoró, pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez. No prestaba oídos a los chismes sobre doña Casilda y las pocas veces que la vio de lejos, confirmó su primera apreciación de que era sólo un borroso ectoplasma. 68 Librodot

Los Dioses: FRIGGA

FRIGGA

Reina de los Aesir

Hija de Odín y de Jord, acabó por convertirse en la segunda esposa de su padre, siendo su favorita, a continuación, Frigga se convirtió en la diosa del amor marital y de la fidelidad.

Al igual que su padre y marido, Frigga también conocía el futuro, pero prefería este fuera desconocido, aunque sabia que el Ragnarok llegaría, se contentaba con el tiempo que le habían concedido.

Dentro de su palacio, Fensalir, había incrustada una rueca, con la que Frigga fabricaba las nubes. Mientras el Asgard era el lugar de reposo para los luchadores, Fensalir lo era para las parejas casadas cuyo amor fuera puro.

Frigga era representada como una diosa vanidosa, con lo cual es normal que tuviera una ayudante para vestirse y acicalarse, se llamaba Fulla y era su hermana, la cual se convertiría en la diosa de la agricultura, otra de las ayudantes de Frigga era Hlin, diosa del consuelo, ella calmaba los llantos de aquellos que estaban en duelo.

La mensajera de Frigga era Gna, que era equivalente a los cuervos de Odín, viajaba por los nueve mundos informando posteriormente a Frigga de lo que había visto. Syn era la guardiana del palacio.

Eira era la diosa de la medicina, se aseguraba de que la reina se curara rápidamente de cualquier enfermedad. Vara era la supervisora de los juramentos, y si alguien transgredía una promesa lo castigaba severamente.

El engaño de Odín

Aunque era imposible engañar a Odín, Frigga era capaz de ponerle una venda en los ojos de vez en cuando.

Un día estaba la pareja viendo una guerra entre los vándalos y los winilers, los segundos habían suplicado la ayuda de Frigga, y los primeros la de Odín.

Frigga pregunto a Odín a cual de los dos bandos ayudaría, y este contesto que a los primeros que viera cuando se despertara de la siesta, Odín se acostó mirando a los vándalos y Frigga supo que ya había decidido, entonces dio la vuelta a la cama y cuando Odín despertó, vio a los winilers.

Odín se dio cuenta del engaño, pero como iba en contra de su naturaleza, no se echó atrás y cumplió con su palabra.

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13.2.08

Tormenta de nieve


La Tierra es un planeta-océano. Desde la órbita baja de la Tierra, el instrumento de la nave espacial Sea Star revisa los colores de todos los océanos para ver los cambios en el clima y en la biósfera de nuestro mundo acuático.

Las imágenes del SeaWiFS también pueden seguir los cambios de color en las masas de tierra, como en esta fotografía del Planeta, tomada el 27 de Enero del año 2000, que nos muestra la región de los grandes lagos y el área de la costa atlántica en Norteamérica.

Esta vista revela la magnitud de la estación blanca con agua en fase sólida caída sobre los EEUU. Esta instensa tormenta deleitó a los niños, pero causó serios problemas. La costa atlántica de Norteamérica recibe periódicamente nevadas de gran alcance.

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67: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 67 El Capitán tomó de la mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola por la pista como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento. Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música más vibrantes, los pies más, rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate. El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levantó y avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con él. 67 Librodot

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66: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 66 mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos de su infancia. El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, sólo se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza. Un sábado de diciembre, menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par de turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién inventado, palabras que no había oído desde hacía varias décadas, pero que permanecían intactas en su memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba diciendo algo a los recién llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña Burgel salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para decirle en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los nórdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el delantal, con la intuición de un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en su español torcido. –Niña Eloísa, preguna El Capitán si quiere casarse con él. La frágil anciana se quedó sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista, y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz. –¿No le parece que esto es un poco precipitado?–musitó. Sus palabras pasaron por el tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa. –El Capitán dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le conteste ahora. –Está bien –susurró apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta, porque todos la entendieron. Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la pista. 66 Librodot

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65: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 65 baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e imponer orden. Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón –quilla alta, barrigona, amplia de popa, rostro de mascarón de proa– que luce un escote maduro, pero aún turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca, por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes, vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar. Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño, avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir que sus muchos años le cortaran la inspiración. La más antigua parroquiana del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constituía un privilegio tomar su 65 Librodot

Los Dioses: ODÍN

ODÍN

Rey de los Aesir

Odín era uno de los más trágico y nobles dioses, tal era su sabiduría que era incapaz de ser feliz, ya que podía ver el Ragnarok. A veces se le conoce por el nombre de Wotan o Woden, y el día miércoles, en inglés Wednesday, recibe su nombre de él. Es caracterizado como el dios protector de los guerreros valerosos y nobles.

Odín era uno de los dioses originales, hijos de Bor, todos los dioses del Asgard descendían de él. Desde el Hlidskialf, su trono, podía ver por completo los nueve mundos, la única persona que se podía sentar en su trono era su segunda esposa Frigga. Tenia otras dos esposas, Jord o Erda, con ella engendro a Thor y Rinda, que representaba la tierra fría del invierno y Odín solo aceptaba estar con ella un corto periodo de tiempo, con esta engendro a Vali, uno de los pocos dioses que sobreviviría al Ragnarok.

Se suele mostrar a Odín con su lanza, Gungnir, y con el brazalete Draupnir, que se regeneraba cada siete días. Sobre él se podían ver a dos cuervos, Hugin y Munin, cuyos nombres significaban pensamiento y memoria, eran la extensión de sus ojos y oídos. También tenia a sus ordenes dos lobos, Geri y Freki, estos simbolizaban el espíritu cazador innato de su amo, eran alimentados con la carne que se suponia era para Odín, ya que este solo se alimentaba de aguamiel.

Según ciertas leyendas, algunos guerreros eran invadidos por el espíritu de Odín y luchaban con una ferocidad tremenda, y por esto eran gratos a los ojos de Odín.

La sabiduría de Odín
Una vez creado el mundo, Odín hizo una visita a Mimir, el guardián del pozo de la sabiduría. Odín se acerco a Mimir y le pidió un trago de esa agua, ya que para ser el rey de los dioses necesitaba la sabiduría que proporcionaba el agua del pozo.

Mimir accedió, pero a cambio Odín tuvo que arrancarse un ojo y tirarlo al pozo, donde se convirtió en un objeto pálido y a la vez brillante, así pues, el ojo del pozo simbolizó la Luna y el que le quedaba en el Sol.

Al regresar le arranco una rama a Yggdrasil y se hizo su lanza, Gungnir. Y al cabo del tiempo supo el precio que había de pagar por poseer la sabiduría, ya que podía ver con total claridad el Ragnarok y su desenlace final, con esto su rostro siempre alegre cambio a una cara que destellaba tristeza. Esta era la razón de que Odín solo bebía aguamiel y no comía nunca, debido a se necesidad de un gran consuelo, su dieta estricta de bebidas alcohólicas.

El Valhala y los Einheriar
Odín tenia tres palacios principalmente: el Gladsheim, la sala de reuniones; el Valaskialf, donde estaba el Hlidskialf; y el Valhala, palacio donde iban los elegidos que habían muerto en combate. Morir en combate era la muerte más noble que un nórdico podía esperar, la muerte de viejo era una deshonra. Cuando había una batalla en el Midgard, Odín enviaba a las Valquirias, que hacían una selección entre los más valerosos guerreros, estos eran los Einheriar.

En el Valhala, los Einheriar comían carne de un jabalí, Saehrimnir, que era sacrificado todos los días y después se regeneraba milagrosamente; y se bebía aguamiel.

Una vez estaban saciados, luchaban en el patio destrozándose los unos a los otros hasta que el cuerno sonaba de nuevo. Las heridas sanaban inmediatamente y los combatientes, como buenos amigos volvían de nuevo a otro banquete.

Las Runas
Cierto día Odín se colgó del Yggdrasil durante nueve días con sus noches observando la sabiduría del Niflheim. Una vez realizada esta tarea, su cuerpo murió. Debido a su gran fuerte de voluntad renació, llevando en su mente los conocimientos a los que solo los muertos tienen acceso. A partir de ellas modelo las runas, que al principio fueron utilizadas como objetos mágicos, después como símbolos decorativos y finalmente se convirtieron en los caracteres de los primeros alfabetos nórdicos.

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25.1.08

Huracán Caterina


El 28 de marzo de 2004 el huracán Caterina atacó por sorpresa las costas de Brasil. Se trata de una enorme tormenta, quizás la más potente en la historia del Atlántico Sur.

Un ciclón de esta envergadura, clasificado por algunos como el primer huracán categoría 1, es un evento muy raro en el Atlántico Sur. Los ciclones tropicales son amplias regiones de baja presión, con una deformación mínima de los vientos verticales ascendentes.

Los huracanes arrancan árboles del suelo, arrojan vehículos por el aire, y aplastan casas. Sus vientos pueden sobrepasar los 160 km/h. Ningún otro tipo de tormenta en la Tierra es tan destructivo.

Estos fenómenos metereológicos se forman en los oceános tropicales, donde el agua caliente impulsa al ciclón por evaporación. Sin embargo, en el centro de esta tormenta el aire era relativamente frío, lo que indica que no se trata de un fenómeno tropical. La tormenta fue llamada "Caterina" por los metereólogos locales, aunque no hay precedentes de una nomenclatura formal para esta parte del mundo.

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64: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 64 EL PEQUEÑO HEIDELBERG Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra. El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos –vestidos con pantalones cortos, calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas– se sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin. En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso af rodisíaco capaz de devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del 64 Librodot

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63: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 63 otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho. Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio. ¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte. ¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él. Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello. Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto. 63 Librodot

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62: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 62 LO MÁS OLVIDADO DEL OLVIDO Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente. Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos. En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos. Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la 62 Librodot

El Valhala, La Creación

La Creación De Los Dioses, De Los Gigantes y Del Universo



Cuando el universo no era sino el caos, la oscuridad, y la confusión, surgió una grieta gigantesca, un abismo en el centro de todo. Era tan profunda que su extremo inferior ni siquiera se podía concebir.

En el interior de sus escarpadas paredes la temperatura era tan baja que un hombre se congelaría instantáneamente si entrara en ella. Esta abismo recibió el nombre de Ginnungagap.


Al norte del Ginnugagap estaba el reino de Nifleheim, de aquí procedía el arroyo Hvergelmir y de el surgían los once ríos conocidos conjuntamente como Elivagar. Estos ríos terminaban en el Ginnungagap, en cuanto estos ríos rozaban el gélido viento, se formaban inmensos bloques de hielo, los cuales poco a poco fueron llenando el inmenso abismo.
Al sur de Ginnungagap estaba el mundo del fuego y la luz perpetua, llamado Muspellsheim que era lo opuesto al Niflheim.

Aquí vivía Sturtr el gigante de fuego, era la primera criatura viviente. Estaba muy aburrido, así que se dedicaba a practicar con su espada de fuego, así pues, lanzaba grandes llamaradas de fuego al interior del Ginnungagap donde el fuego chocaba con el hielo y enviaba hacia arriba grandes chorros de vapor, que al chocar con el aire glaciar se convertían en escarcha, a partir de la cual se formaron dos criaturas, Ymir, el primer gigante y Audhumbla, una enorme vaca.

Lógicamente con el tiempo estas criaturas tuvieron hambre, y así como Ymir mamaba leche de las ubres de Audhumbla, esta solo podía lamer los bloques de hielo, hasta que desenterró a Buri (el productor), el cual se convertiría mas adelante en el abuelo de los Aesir, dioses dominantes de la mitología nórdica.

Ymir, una vez saciado de leche, se echo a dormir, y cuando estaba durmiendo, le paso cerca una llamarada de fuego de la espada de Sturtr, lo cual le hizo sudar. De este sudor nació Thrudgelmir, gigante de seis cabezas, abuelo de los gigantes del hielo que serian los eternos enemigos de los Aesir. Del sudor de las axilas nacieron otros dos gigantes, de una sola cabeza, pero igualmente horribles, nunca se conocieron sus nombres.

Buri, al tiempo engendro un hijo, el dios Bor. Bor pronto se casó con la giganta Bestla, con quien tuvo tres hijo, el mayor se llamo Odín, el segundo Vili y el tercero Ve, estos fueron los primeros de la raza de los Aesir, destinados a convertirse en los dioses del bien del universo nórdico.

Cuando los gigantes se enteraron de la existencia de estas fuerzas del bien, se reunieron para acabar con ellos, entonces se produjo una guerra que duro miles de años, ya que los Aesir aunque eran pocos, eran muy fuertes, y los gigantes aunque eran mas vulnerables, se reproducían con gran rapidez y suplían las bajas.

Al final Odín, Vili y Ve tendieron una trampa al mas odiado de los gigantes, Ymir, el primero de los gigantes, quien se derrumbo en el suelo del Ginnungagap, sangrando tanto que todos los demás gigantes excepto Bergelmir y su esposa, murieron ahogados.

Bergelmir y su esposa, se salvaron en un barco con el cual llegaron al Jotunheim, la tierra de los gigantes, donde crearon una nueva raza de gigantes educados al odio a sus vencedores, los Aesir.



La Creación Del Mundo, El Hombre, Los Enanos y Los Duendes
Una vez terminada la guerra, los Aesir crearon el mundo a partir del cadáver de Ymir, ya que era lo único modelable que tenían, su sangre ya había creado los océanos, con su cuerpo crearon Midgard, la tierra, que pronto se convertiría en el hogar de la humanidad, la colocaron entre ellos y el Jotunheim, para mantenerse lo mas alejado posible de los gigantes.

Con los hueso crearon protuberancias en el cuerpo de Ymir e hicieron valles y montañas, con los dientes los acantilados, con el pelo la vegetación, con el cráneo el cielo y con los trozos de cerebro las nubes.

Luego viajaron al Muspellsheim a coger algunas chispas de la espada de Surtr para hacer la estrellas y las más brillantes, el Sol y la Luna fueron colocadas en dos carros para que dieran vueltas alrededor del Midgard.

A pesar de las guerras, hubo relaciones entre los Aesir y los gigantes, de una de ellas, nacieron Mani (Sol) y Luna, las cuales harían de aurigas en los carros, detrás de los carros corrían dos lobos, Skoll y Hati, cuyo fin era devorar los dos astros, lo cual conseguirían cuando llegara el RAGNAROK, el Apocalipsis.

Un día paseando los Aesir, encontraron dos arboles caídos, un fresno y un olmo, entonces Odín les imbuyó la chispa de la vida, Vili los doto de espíritu y sed de conocimientos y Ve les otorgo el don de los cinco sentidos.

Estos eran el primer hombre, Ask, que procedía del fresno y la primera mujer, Embla, que procedía del olmo, los Aesir les regalaron el Midgard.

Al cabo del tiempo los Aesir, se dieron cuenta de que con el tiempo habían nacido distintas criaturas de la descomposición de Ymir, unas, las que eran malvadas y repugnantes, se convirtieron en criaturas con joroba y bultos, llamadas enanos, y debido a su gran fortaleza, fueron desterradas al Svartafheim, mundo subterráneo del Midgard, donde podían cavar en busca de gemas y metales preciosos, que tanto valoraban y si salían a la superficie, se convertirían en piedra.

Las otras criaturas eran los duendes, cuyo espíritu era amable y gentil, por eso su aspecto fue el de seres de gran belleza, les fue dado el reino del Alfheim, pero podían ir al Midgard cuando querían.

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9.1.08

Lago Vida


En los márgenes del mundo, bajo 19 metros de hielo y grava, se ha descubierto un lago que puede contener un ecosistema completamente aislado de la vida superficial. En una versión moderna del clásico de la literatura universal, Mundo perdido , de Sir Arthur Conan Doyle, la NASA financia a un grupo de científicos que se encuentran planeando una misión para perforar en la superficie que cubre el lago y obtener una muestra de agua para su análisis.

El lago Vida, sepultado bajo el hielo de la Antártida por más de 2,500 años, está formado por agua en estado líquido debido a su alta salinidad, que resulta de la lenta, pero continua, formación de hielo a expensas del agua líquida subyacente.

Los investigadores han perforado ya unos cuantos metros, sin llegar al cuerpo líquido del lago, y han encontrado microbios congelados. Su existencia refuerza la hipótesis de que microorganismos semejantes pueden encontrarse en la salmuera congelada debajo de la superficie marciana.

Si se descubren organismos vivientes en el lago Vida, podrían constituir un indicio de vida actual bajo capas de hielo similares, como las del lago Vostok, partes de Marte, e incluso algunas lunas de Júpiter, como Europa. En la fotografía se ve una estación metereológica robotizada monitoreando las condiciones superficiales, por encima del lago sellado con hielo.