13.6.09

Cumulonimbos mammatus


El fondo de las nubes normales es plano porque el aire húmedo y caliente que se eleva y se enfría además se condensa en forma de gotas de agua a una temperatura muy concreta, lo que también suele suceder a una altura muy concreta. Después de que las gotas de agua se forman, ese aire se transforma en una nube opaca.

Sin embargo, en ciertas condiciones las bolsas de aire de la nube generan gotas de agua o de hielo más grandes, que caen sobre el aire despejado y se van evaporando. Estas bolsas pueden darse en el aire turbulento cercano a una tormenta, y pueden verse en la parte superior de los cumulonimbos, por ejemplo.

Las nubes "mammatus" que se producen son especialmente espectaculares si el Sol las ilumina lateralmente.

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91: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 91 estaba cansado y que ya tenía edad para hacer una vida más tranquila. Pero no logró mantenerse ajeno a su propia celebridad, su casa se veía invadida por enfermos suplicantes, periodistas, estudiantes, profesores, y curiosos que llegaban a toda hora. Me dijo que necesitaba silencio, porque pensaba escribir otro libro, y lo ayudé a buscar un lugar apartado donde refugiarse. Encontramos una vivienda en La Colonia, una extraña aldea incrustada en un cerro tropical, réplica de algún villorrio bávaro del siglo diecinueve, un desvarío arquitectónico de casas de madera pintada, relojes de cucú, macetas de geranios y avisos con letras góticas, habitada por una raza de gente rubia con los mismos trajes tiroleses y mejillas rubicundas que sus bisabuelos trajeron al emigrar de la Selva Negra. Aunque ya entonces La Colonia era la atracción turística que hoy es, Roberto pudo alquilar una propiedad aislada donde no llegaba el tráfico de los fines de semana. Me pidieron que me hiciera cargo de sus asuntos en la capital, yo colectaba el dinero de su jubilación, las cuentas y el correo. Al principio los visité con frecuencia, pero pronto me di cuenta que en mi presencia mantenían una cordialidad algo forzada, muy diferente a la bienvenida calurosa que antes me prodigaban. No pensé que se tratara de algo contra mí, ni mucho menos, siempre conté con su confianza y su estima, simplemente deduje que deseaban estar solos y preferí comunicarme con ellos por teléfono y por carta. Cuando Roberto Blaum me llamó por última vez, hacía un año que no los veía. Hablaba muy poco con él, pero mantenía largas conversaciones con Ana. Yo le daba noticias del mundo y ella me contaba de su pasado, que parecía irse tornando cada vez más vívido para ella, como si todos los recuerdos de antaño fueran parte de su presente en el silencio que ahora la rodeaba. A veces me hacía llegar por diversos medios galletas de avena que horneaba para mí y bolsitas de lavanda para perfumar los armarios. En los últimos meses me enviaba también delicados regalos: un pañuelo que le dio su marido muchos años atrás, fotografías de su juventud, un prendedor antiguo. Supongo que eso, más el deseo de mantenerme alejada y el hecho de que Roberto eludiera hablar del libro en preparación, debieron darme las claves, pero en verdad no imaginé lo que estaba sucediendo en aquella casa de las montañas. Más tarde, cuando leí el diario de Ana, me enteré de que Roberto no escribió una sola línea. Durante todo ese tiempo se dedicó por entero a amar a su mujer, pero eso no logró desviar el curso de los acontecimientos. En los fines de semana el viaje a La Colonia se convierte en un peregrinaje de coches con los motores calientes que avanzan a vuelta de las ruedas, pero durante los otros días, sobre todo en la temporada de lluvias, es un paseo solitario por una ruta de curvas cerradas que corta las cimas de los cerros, entre abismos sorpresivos y bosques de cañas y palmas. Esa tarde había nubes atrapadas entre las colinas y el paisaje parecía de algodón. La lluvia había callado a los pájaros y no se oía más que el sonido del agua contra los cristales. Al ascender refrescó el aire y sentí la tormenta suspendida en la niebla, como un clima de otra latitud. De pronto, en un recodo del camino apareció aquel villorrio de aspecto germano, con sus techos inclinados para soportar una nieve que jamás caería. Para llegar donde los Blaum había que atravesar todo el pueblo, que a esa hora parecía desierto. Su cabaña era similar a todas las demás, de madera oscura, con aleros tallados y ventanas con cortinas de encaje, al frente florecía un jardín bien cuidado y atrás se extendía un pequeño huerto de fresas. Corría una ventisca fría que silbaba entre los árboles, pero no vi humo en la chimenea. El perro, que los había acompañado durante años, estaba echado en el porche y no se movió cuando lo llamé, levantó la cabeza y me miró sin mover la cola, como si no me reconociera, pero me siguió cuando abrí la puerta, que estaba sin llave, y crucé el umbral. Estaba oscuro. Tanteé la pared buscando el interruptor y encendí las luces. Todo se veía en orden, había ramas frescas de eucalipto en los jarrones, que llenaban el aire de un olor limpio. Atravesé la sala de esa vivienda de alquiler, donde nada delataba la presencia de los Blaum, salvo las pilas de libros y el violín, y me extrañó de que en año y medio mis amigos no hubieran implantado sus personalidades al lugar donde vivían. Subí la escalera al ático, donde estaba el dormitorio principal, una pieza amplia, con altos 91 Librodot

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90: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 90 ámbito académico y científico el prestigio del médico aumentó. En los siguientes treinta años Blaum formó varias generaciones de cirujanos, descubrió nuevas drogas y técnicas quirúrgicas y organizó un sistema de consultorios ambulantes, carromatos, barcos y avionetas equipados con todo lo necesario para atender desde partos hasta epidemias diversas, que recorrían el territorio nacional llevando socorro hasta las zonas más remotas, allá donde antes sólo los misioneros habían puesto los pies. Obtuvo incontables premios, fue Rector de la Universidad durante una década y Ministro de Salud durante dos semanas, tiempo que demoró en juntar las pruebas de la corrupción administrativa y el despilfarro de los recursos y presentarlas al Presidente, quien no tuvo más alternativa que destituirlo, porque no se trataba de sacudir los cimientos del gobierno para darle gusto a un idealista. En esas décadas Blaum continuó las investigaciones con moribundos. Publicó varios artículos sobre la obligación de decir la verdad a los enfer*mos graves, para que tuvieran tiempo de acomodar el alma y no se fueran pasmados por la sorpresa de morirse, y sobre el respeto debido a los suicidas y las formas de poner fin a la propia vida sin dolores ni estridencias inútiles. El nombre de Blaum volvió a pronunciarse por las calles cuando fue publicado su último libro, que no sólo remeció a la ciencia tradicional, sino que provocó una avalancha de ilusiones en todo el país. En su larga experiencia en hospitales Roberto había tratado a innumerables pacientes de cáncer y observó que mientras algunos eran derrotados por la muerte, con el mismo tratamiento otros sobrevivían. En su libro, Roberto intentaba demostrar la relación entre el cáncer y el estado de ánimo, y aseguraba que la tristeza y la soledad facilitan la multiplicación de las células fatídicas, porque cuando el enfermo está deprimido bajan las defensas del cuerpo, en cambio si tiene buenas razones para vivir su organismo lucha sin tregua contra el mal. Explicaba que la cura, por lo tanto, no puede limitarse a la cirugía, la química o recursos de boticario, que atacan sólo las manifestaciones físicas, sino que debe contemplar sobre todo la condición del espíritu. El último caPítulo sugería que la mejor disposición se encuentra en aquellos que cuentan con una buena pareja o alguna otra forma de cariño, porque el amor tiene un efecto benéfico que ni las drogas más poderosas pueden superar. La prensa captó de inmediato las fantátícas posibilidades de esta teoría y puso en boca de Blaum cosas que él jamás había dicho. Si antes la muerte causó un alboroto inusitado, en esta ocasión algo igualmente natural fue tratado como novedad. Le atribuyeron al amor virtudes de Piedra Filosofal y dijeron que podía curar todos los males. Todos hablaban del libro, pero muy pocos lo leyeron. La sencilla suposición de que el afec– to puede ser bueno para la salud se complicó en la medida en que todo el mundo quiso agregarle o quitarle algo, hasta que la idea original de Blauni se perdió en una maraña de absurdos, creando una confusión colosal en el público. No faltaron los pícaros que intentaron sacarle provecho al asunto, apoderándose del amor como si fuera un invento propio. Proliferaron nuevas sectas esotéricas, escuelas de psicología, cursos para principiantes, clubes para solitarios, píldoras de la atracción infalible, perfumes devastadores y un sinfín de adivinos de pacotilla que usaron sus barajas y sus bolas de vidrio para vender sentimientos de cuatro centavos. Apenas descubrieron que Ana y Roberto Blaum eran una pareja de ancianos conmovedores, que habían estado juntos mucho tiempo y que conservaban intactas la fortaleza del cuerpo, las facultades de la mente y la calidad de su amor, los convirtieron en ejemplos vivientes. Aparte de los científicos que analizaron el libro hasta la extenuación, los únicos que lo leyeron sin propósitos sensacionalistas fueron los enfermos de cáncer, sin embargo, para ellos la esperanza de una curación definitiva se convirtió en una burla atroz, porque en verdad nadie podía indicarles dónde hallar el amor, cómo obtenerlo y mucho menos la forma de preservarlo. Aunque tal vez la idea de Blaum no carecía de lógica, en la práctica resultaba inaplicable. Roberto estaba consternado ante el tamaño del escándalo, pero Ana le recordó lo ocurrido antes y lo convenció de que era cuestión de sentarse a esperar un poco, porque la bulla no duraría mucho. Así ocurrió. Los Blaum no estaban en la ciudad cuando el clamor se desinfló. Roberto se había retirado de su trabajo en el hospital y en la universidad, pretextando que 90 Librodot

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89: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 89 Los éxitos de Roberto Blaum habían empezado temprano, a pesar del atraso que la guerra impuso a su carrera. A una edad en que otros médicos se inician en los quirófanos, él ya había publicado algunos ensayos de mérito, pero su notoriedad comenzó con la publicación de su libro sobre el derecho a una muerte apacible. No le tentaba la medicina privada, salvo cuando se trataba de algún amigo o vecino, y prefería practicar su oficio en los hospitales de indigentes, donde podía atender a un número mayor de enfermos y aprender cada día algo nuevo. Largos turnos en los pabellones de moribundos le inspiraron una compasión por esos cuerpos frágiles encadenados a las máquinas de vivir, con el suplicio de agujas y mangueras, a quienes la ciencia les negaba un final digno con el pretexto de que se debe mantener el aliento a cualquier costo. Le dolía no poder ayudarlos a dejar este mundo y estar obligado, en cambio, a retenerlos contra su voluntad en sus camas agonizantes. En algunas ocasiones el tormento impuesto a uno de sus enfermos se le hacía tan insoportable, que no lograba apartarlo ni un instante de su mente. Ana debía despertarlo, porque gritaba dormido. En el refugio de las sábanas él se abrazaba a su mujer, la cara hundida en sus senos, desesperado. _¿Por qué no desconectas los tubos y le alivias los padecimientos a ese pobre infeliz? Es lo más piadoso que puedes hacer. Se va a morir de todos modos, tarde o temprano... –No puedo, Ana. La ley es muy clara, nadie tiene derecho a la vida de otro, pero para mí esto es un asunto de conciencia. –Ya hemos pasado antes por esto y cada vez vuelves a suf rir los mismos remordimientos. Nadie lo sabrá, será cosa de un par de minutos. Si en alguna oportunidad Roberto lo hizo, sólo Ana lo supo. Su libro proponía que la muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara inservible, mientras el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos. La agonía, como el nacimiento, es una etapa del viaje y merece la misma misericordia. No hay la menor virtud en prolongar los latidos y temblores de un cuerpo más allá del fin natural, y la labor del médico debe ser facilitar el deceso, en vez de contribuir a la engorrosa burocracia de la muerte. Pero tal decisión no podía depender sólo del discernimiento de los profesionales o la misericordia de los parientes, era necesario que la ley señalara un criterio. La proposición de Blaum provocó un alboroto de sacerdotes, abogados y doctores. Pronto el asunto trascendió de los círculos científicos e invadió la calle, dividiendo las opiniones. Por primera vez alguien hablaba de ese tema, hasta entonces la muerte era un asunto silenciado, se apostaba a la inmortalidad, cada uno con la secreta esperanza de vivir para siempre. Mientras la discusión se mantuvo a un nivel filosófico, Roberto Blaum se presentó en todos los foros para sostener su alegato, pero cuando se convirtió en otra diversión de las masas, él se refugió en su trabajo, escandalizado ante la desvergüenza con que explotaron su teoría con fines comerciales. La muerte pasó a primer plano, despojada de toda realidad y convertida en alegre motivo de moda. Una parte de la prensa acusó a Blaum de promover la eutanasia y comparó sus ideas con las de los nazis, mientras otra parte lo aclamó como a un santo. Él ignoró el revuelo y continuó sus investigaciones y su labor en el hospital. Su libro se tradujo a varias lenguas y se difundió en otros países, donde el tema también provocó reacciones apasionadas. Su fotografía salía con frecuencia en las revistas de ciencia. Ese año le ofrecieron una cátedra en la Facultad de Medicina y pronto se convirtió en el profesor más solicitado por los estudiantes. No había ni asomo de arrogancia en Roberto Blaum, tampoco el fanatismo exultante de los administradores de las revelaciones divinas, sólo la apacible certeza de los hombres estudiosos. Mientras mayor era la fama de Roberto, más recluida era la vida de los Blaum. El impacto de esa breve celebridad los, asustó y acabaron por admitir a muy pocos en su círculo más íntimo. La teoría de Roberto fue olvidada por el público con la misma rapidez con que se puso de moda. La ley no fue cambiada, ni siquiera se discutió el problema en el Congreso, pero en el 89 Librodot

Atreo

Atreo era uno de los hijos de Pelops e Hipodamia. Era rey de la poderosa cuidad de Micenas y padre de Agamenón, comandante en jefe de las tropas griegas en Troya, y Menelao. La familia de Pelops y Atreo sufrió el maleficio de Myrtilus (Mirtilo), uno de los hijos del dios Hermes, cuando fue traicionado y herido por Pelops. Esto llevó a un cruento ciclo de sanguinarias venganzas que terminó con el juicio de Orestes, nieto de Atreo, en Atenas.

Atreo y su hermano Tiestes mataron a su hermanastro Crísipo y tuvieron que exiliarse en Elis, desde Pisa, por orden de Pelops. Consecuentemente, su esposa Europa, que se había enamorado de su cuñado Tiestes y le había ayudado a convertirse en rey de Midea con malas artes, traicionó a Atreo. Gracias a la ayuda de Hermes, Atreo pudo derrotar a Tiestes de nuevo con otras argucias para recuperar su reino. Su hermano tuvo que exiliarse, pero no pudo evitar lamentarse por la ligereza del castigo cuando descubrió cómo le había engañado con Europa.

Fue entonces cuando Atreo acabó con los tres hijos de Tiestes e invitó a su hermano a un banquete de reconciliación.

Durante la comida le sirvió los cuerpos de sus tres hijos y, cuando Tiestes había terminado de comer le mostró las manos y los pies de los pequeños para que se diese cuenta de lo que había hecho. Más adelante Tiestes concibió otro hijo con su propia hija, la cual. según el oráculo, debía vengarse por la atrocidad cometida por Atreo. A través de una milagrosa serie de circunstancias, este hijo, Egisto, tuvo que ser educado en el hogar de Atreo. Después de que sus hijos, Agamenón y Menelao hubiesen capturado a Tiestes, Egisto se dio cuenta de lo que ocurría en el seno de su familia y cómo había llegado a este mundo, a consecuencia de lo cual puso fin a la vida de Atreo.

Egisto se convirtió en el amante de Clitemnestra, la esposa de Agamenón. Los amantes mataron al comandante griego que fue vengado por su hijo Orestes. Sólo cuando éste fue condenado en Atenas por los asesinatos cometidos, desapareció la maldición que había perseguido a toda la familia.

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Wilbur Wright

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