13.12.07

Erupción Anatahan


Era poco probable que este volcán podía hacer erupción. El Monte Anatahan no había entrado en erupción en toda la historia escrita. Pero el 10 de Mayo, este pequeño volcán de las Islas Mariana del Norte, en el océano Pacífico occidental, lanzó cenizas a 10.000 metros de distancia.Las explosiones del Monte Anatahan continuaron produciéndose cada pocos minutos, durante dos días. Las cenizas suspendidas en el aire eran muy molestas, se suspendieron varios vuelos en la cercana Guam. Algunas rocas de más de un metro fueron catapultadas por el aire. No hubo heridos, ya que el equipo de sismólogos que casualmente había colocado detectores en la isla unos días antes, ya se había marchado. Afortunadamente no se encontraban demasiado lejos y pudieron tomar la fotografía.

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58: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 58 muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta acabar oscura como el chocolate. Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día. El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia lunática y a un novio varias décadas mayor. María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita –remedio antiescrufuloso y reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga– a causa de lo cual pasó veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo abotonar sus vestidos y a su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María se resignó a usar trajes de luto y 58 Librodot

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57: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 57 MARíA LA BOBA María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola, administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella. En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar. Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía, al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla. –Ahora me llegó el tiempo de morir –fue su única explicación. Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y enseguida abandonó este mundo. Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero nadie prestó atención a tales maledicencias. –Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar – sentenció la señora de la casa. No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su 57 Librodot

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56: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 56 después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los bra– zos y hacía grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y, tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo. Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas plantas del brujo. Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográ– ficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico contra los accidentes irremediables. El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes. 56 Librodot

Segunda generación

Zeus tomó una esposa divina, Hesíodo le atribuye a Metis como primera compañera, Gea y Urano, depositarios de los secretos divinos, revelaron a Zeus un oráculo del Destino: "De los hijos que nacieran de Metis y de él, el primero sería muy sabio y valiente, pero el segundo sería un hijo de ánimo violento llamado para destronar a su padre".

Previniendo el peligro, Zeus se comió a Metis cuando ésta esperaba a su primer hijo.

Zeus convocó al dios forjador, Hefestos, y le ordenó que le hendiera la cabeza de un hachazo. Y así es como, de la cabeza de Zeus, surgió una muchacha enteramente armada: era la diosa Atenea, toda sabiduría y valentía.

Temis, la Titánida, fue la segunda esposa de Zeus, era ella la encarnación de la ley o la Equidad. De esa unión nacieron las divinidades que llaman las Horas, y que son las estaciones.

Eran tres, Hesíodo, las llama: Eunomía, Diké e Irene, es decir, Disciplina, Justicia y Paz, pero los atenienses las conocían bajo los nombres de Thalo, Auxo y Carpo, que evocan los tres principales momentos de la vegetación: el nacimiento de la planta, su crecimiento y su fructificación.

Zeus tuvo otras tres hijas con Temis, Moiras (las Parcas): Cloto, Laquesis y Átropos, que rigen el destino de todo ser humano. Aquel destino estaba simbolizado por un hilo, que la primera de las Parcas sacaba de su rueca, que la segunda enrollaba y que la tercera cortaba cuando llegaba al término de la vida que representaba.

La tercera esposa de Zeus fue la Oceánida Eurinome, que le dio también tres hijas, Kharites (las gracias), Aglae, Eufrosine y Talía.

Como las Horas, las Gracias son genios de la vegetación: son ellas quienes transmiten la alegría en la Naturaleza y en el corazón de los hombres. Viven en el Olimpo en compañía de las Musas, presiden toda labor femenina.

Deméter que era su hermana, dio a Zeus una hija, Perséfone.

Luego se unió a la Titánida Mnemosine, y tuvo de ella nueve hijas, las Musas, "que se complacen en las fiestas y en la alegría del canto".

Las Musas también patrocinan todas las actividades intelectuales, hasta las más altas, todo lo que libera al hombre de la materia y le da acceso a las verdades eternas. Elocuencia, persuasión, sabiduría, conocimiento del pasado y de las leyes del mundo, matemáticas, astronomía, poesía, música y la danza son su dominio.

Las Musas eran: Calíope, Clío, Polimnia, Euterpe, Terpsícore, Erato, Melpómene, Talía y Urania.

Después de Mnemosine, Zeus se unió con Leto, la hija del Titán Ceo y de la Titánida Febe. De ella tuvo dos hijos, Artemisa y Febo.

Maia, hija del Titan Atlas, concibió al dios Hermes por obra de Zeus.

Hera fue la última de las esposas divinas de Zeus, que le dio un hijo. Ares, el dios de la Guerra, y dos hijas: Hebe, personificación de la juventud (esposa de Heracles), e Ilitia, el genio femenino que protege los partos.

Zeus amó también mortales, sobre todo a Alemena, que le dio a Hércules, y Semele, de la que tuvo a Dionisio, el dios del Vino.

Hera, furiosa de verse así abandonada, hizo nacer por sí misma, sin la intervención de Zeus, a un hijo divino, Hefestos, que preside el trabajo de los herreros y de las artes del fuego.

Se completa de esta manera, el grupo de las grandes divinidades.

En la época clásica se considera que existen doce "Olímpicos": Zeus, Poseidón, Hefestos, Hermes, Ares, Febo, Hera, Atenea, Artemisa, Hestia, Afrodita y Deméter.

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fotos huaca Terraza frente a la plaza principal

5.12.07

Incendio forestal


Algunas veces, extensas regiones de la Tierra se incendian. Ya que el fuego consume oxígeno y porque el oxígeno es un indicador de vida, el fuego en un planeta cualquiera podría ser un indicador de vida, pero, en el nuestro, suele ser un indicador destructivo.. La mayor parte del suelo de la Tierra ha sido quemada por el fuego en algún momento. Aunque el fuego es causa de muchas tragedias, éste es considerado como parte del un ciclo natural del ecosistema.

La estación de fuego del año 2000 en los Estados Unidos fue una de las más activas. Los grandes incendios fortestales en la Tierra son causados por relámpagos, aunque cada vez son más tristemente comunes los causados por la acción humana. En esta fotografía, un atónito alce evita el fuego que se esparce por el Valle Bitterroot en Montana .

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55: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 55 en sangre. El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal. Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra el hechicero –aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir– era mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin distracciones. Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente volvió el curan– dero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días'después ensayaba sus primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después.el Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos. –Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga que hacer pacto con el diablo –concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra. El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta. –¡Santa María, Madre de Dios! –exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, 55 Librodot

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54: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 54 En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los hombres, una perenne melancolía –fruto de la desesperanza– y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro. –No parece maricón –concluyeron– pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres. Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro hombre, había provocado esa catástrofe. –Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al ganso –explico la abuela. –Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla –aclaró un vecino que ayudaba a transportar la camilla. Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se dejara vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba sumida en un murmullo de interminables oraciones. – ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! –le gritó al pasar. Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva, con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo, ensopado 54 Librodot

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53: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 53 ESTER LUCERO Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desangrándose como un buey, con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después. Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas, pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado, llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación, abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches, con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas, verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien llevara botas. –No se asusten, soy un compañero –se presentó con la boina grasienta en la mano. A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio, avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio, donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables misterios de la Revolución. –¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta? –se preguntaban las comadres del pueblo. 53 Librodot

Los demonios del mar

Pontos (la Ola) tuvo como primogénito a Nereo, a quien se llama el Viejo del Mar, porque es leal y benigno a la vez, sin olvidar jamás la equidad. También Pontos engendró con Gea, a Taumas, que más tarde fue el padre de la diosa Iris, encarnación del arco iris y mensajera de los inmortales; luego a Forcis.

Por su parte Nereo se unió con Doris, una de las hijas de Océano, que le dio las Nereidas, cuyo número varía según las tradiciones: más frecuentemente, se cuentan cincuenta, pero a veces son el doble.

Entre las Nereidas sólo algunas han recibido una leyenda en particular: Tetis, la madre de Aquiles, y Anfitrite, la esposa del Olímpico Poseidón, dios del mar, y la siciliana Galatea. Las Nereidas jóvenes y bellas, pasan su tiempo eterno, hilando y cantando en el palacio de oro de su padre.

Taumas hijo de Pontos, ha engendrado a la Arpías, Aelo y Ocipete (la borrasca y la vueladeprisa) a las que a veces se añade una tercera hermana, Cileno (la Oscura).

Estas Arpías son genios malhechores, cuando caen sobre el mar, con toda la velocidad de sus alas, nada les aguanta: Lo arrancan todo a su paso. Se las representa semejantes a pájaros de presa, con garras agudas, y se asegura que viven en las islas Estrofadas, en el centro del mar Jónico.

Las tres viejas del mar son: Las Greas (Enio, Pefredon y Dino. Viven en el Extremo Oriente, en un país cubierto de brumas, donde nunca sale el sol. Sólo tenían un ojo y un diente las tres, sirviéndose de ellos por turno).

Las tres Greas eran hermanas de otros tres monstruos, las Gorgonas, llamadas Esteno, Euríala y Medusa.

Medusa era la única mortal entre las tres.

Las gorgonas eran horribles, estaban armadas con grandes defensas semejantes a las de los jabalíes: Sus ojos chispeaban y su mirada era capaz de convertir en piedra a quien tuviera la osadía de mirarlas fijamente. Su cabellera era hecha de serpientes, y alas de oro les permitían volar, vivían en los confines del mundo.

Perseo da muerte a Medusa quien había sido fecundada por Poseidón.

De su cuerpo al morir, surgen dos seres: Pegaso, el caballo alado, y Crisaor, el héroe de la espada de oro, que a su vez, engendró al gigante Gerión el de los tres cuerpos, víctima de Heracles (Hércules) y también a Equidna (la Víbora), un monstruo aterrador que se unió a Tifón y le dio hijos: El monstruo perro Ortros, compañero de Gerión, Cerbero, el perro que guardaba los Infiernos, la Hidra de Lerna, que había de ser muerta por Heracles, y la Quimera, a la que más tarde combatiría Belerofonte.

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fotos huaca Terraza frente a la plaza principal

28.11.07

Monte Uluru


El monte Uluru, también llamado Ayers Rock, está considerado la masa de roca individual, o monolito, más grande del mundo. Tiene una longitud de unos 2,4 km y una altura de 348 metros. Las paredes de muchas de sus cuevas están cubiertas por pinturas realizadas hace miles de años por artistas prehistóricos.

El monolito Uluru constituye una de las formaciones más impresionantes del Parque nacional Uluru, en el Territorio del Norte de Australia. El impresionante bloque está formado de arenisca de arcosa y es espectacular sobre todo al anochecer, cuando pasa del color rojo al morado. Hace aproximadamente setenta millones de años era una isla en un gran lago.

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52: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 52 de la mujer lla hacia la vegetación más oscura, donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas lo suficiente para no matarla por segunda vez. Cada bocado en mi boca sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era amargo, pero me obligué a tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta completa de la luna me interné selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada día pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es libre y resuena bajo los árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con todo el cuerpo, con los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las leyendas que aprendí de mi madre y de mi padre, le conté mi pasado y ella me contó la primera parte del suyo, cuando era una muchacha alegre que jugaba con sus hermanos a revolcarse en el barro y balancearse de las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último tiempo de desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las mejores plumas y le hice adornos para las orejas. Por las noches mantenía encendida una pequeña hoguera, para que ella no tuviera frío y para que los jaguares y las serpientes no molestaran su sueno. En el río la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y flores machacadas, para quitarle los malos recuerdos. Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más pretextos para seguir andando. Allí la selva era tan densa que en algunas partes tuve que abrir paso rompien o a vegetación con mi machete y hasta con los dientes, y debíamos hablar en voz baja, para no alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo de agua, levanté un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres trozos largos de corteza. Con mi cuchillo me afeité la cabeza y comencé mi ayuno. Durante el tiempo que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no deseábamos separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni siquiera de la propia, de modo que tuve que cumplir con mi obligación. Por muchos días no puse nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A medida que las fuerzas se debilitaban ella se iba desprendiendo de mi abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me pesaba como antes. A los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores, mientras yo dormitaba, pero no estaba lista para seguir su viaje sola y volvió a mi lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades, alejándose cada vez un poco más. El dolor de su partida era para mí tan terrible como una quemadura y tuve que recurrir a todo el valor aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz alta atrayéndola así de vuelta conmigo para siempre. A los doce días soñé que ella volaba como un tucán por encima de las copas de los árboles y desperté con el cuerpo muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había ido definitivamente. Cogí mis armas y caminé muchas horas hasta llegar a un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la cintura, ensarté un pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con escamas y cola. De inmediato lo vomité con un poco de sangre, como debe ser. Ya no me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más poderosa que el amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea con las manos vacías. 52 Librodot

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51: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 51 prudencia. Hice la fila, con todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de sapos y loros. Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas más delicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los lla, les llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre también era una Ila. Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo, aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la acacia, tenía el olor de los perros enfermos y estaba mojada por el rocío de todos los hombres que estuvieron sobre ella antes que yo. Era del tamaño de un niño de pocos años, sus huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres lla se quitan todos los vellos del cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se atraviesan palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del carbón. Pero ella ya no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana, imitando algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé con fuerza el pecho, para ver si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de beber un poco de agua y la hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró largamente. Comprendí. Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que f roté bien y luego empapé para limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella, para quitarle el rocío de los hombres. Me saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento envenenado le abrí un corte en el cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede hacer dañó a una mujer o a un niño. Ella me miró con grandes ojos, amarillos como la miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el primer tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de expiación. Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz, porque no se debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba, aunque todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre, del pecho y de los miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas. De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se introducía en mí, aferrándose a mi esternón. Todo el peso de ella cayó sobre mí y tuve que hacer un esfuerzo para ponerme de pie, me movía con torpeza, como si estuviera bajo el agua. Doblé su cuerpo en la posición del descanso último, con las rodillas tocando el mentón, la até con las cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis palos para hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí lentamente de la choza, trepé el cerco del campamento con mucha dificultad, porque ella me arrastraba hacia abajo, y me dirigí al bosque. Había alcanzado los primeros árboles cuando escuché las campanas de alarma. Toda la primera jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué un arco y unas flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí. El guerrero que carga el peso de otra vida humana debe ayunar por diez días, así se debilita el espíritu del difunto, que finalmente se desprende y se va al territorio de las almas. Si no lo hace, el espíritu engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta sofocarlo. He visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos requisitos yo debía conducir el espíritu 51 Librodot

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50: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 50 acantilados y los ríos. En algunas ocasiones vinieron amigos visitantes de otras tribus y nos contaron rumores de Boa Vista y de El Platanal, de los extranjeros y sus costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para hacer reír. Me hice hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar porque prefería andar con los solteros, éramos alegres y nos divertíamos. Sin embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso como otros, porque mi familia es numerosa: hermanos, primos, sobrinos, varias bocas que alimentar, mucho trabajo para un cazador. Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban con pólvora, desde lejos, sin destreza ni valor, eran incapaces de trepar a un árbol o de clavar un pez con una lanza en el agua, apenas podían moverse en la selva, siempre enredados en sus mochilas, sus armas y hasta en sus propios pies. No se vestían de aire, como nosotros, sino que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían las reglas de la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus conocimientos y de sus dioses. Los comparamos con lo que nos habían contado sobre los blancos y comprobamos la verdad de esos chismes. Pronto nos enteramos que éstos no eran misioneros, soldados ni recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y llevarse la madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se puede cargar a la espalda y transportar como un pájaro muerto, pero no quisieron escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea. Cada uno de ellos era como un viento de catástrofe, destruía a su paso todo lo que tocaba, dejaba un rastro de desperdicio, molestaba a los animales y a las personas. Al principio cumplimos con las reglas de la cortesía y les dimos el gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero ellos no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta que, cansados de esos juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias habituales. No son buenos guerreros, se asustan con facilidad y tienen los huesos blandos. No resistieron los garrotazos que les dimos en la cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos fuimos hacia el este, donde el bosque es impenetrable, viajando grandes trechos por las copas de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que muere, aunque sea en una batalla limpia, son capaces de eliminar a toda una tribu incluyendo a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer otra aldea. No era tan bueno, las mujeres debían caminar horas para buscar agua limpia, pero allí nos quedamos porque creímos que nadie nos buscaría tan lejos. Al cabo de un año, en una ocasión en que tuve que alejarme mucho siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un campamento de soldados. Yo estaba fatigado y no había comido en varios días, por eso mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar media vuelta cuando percibí la presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar. Me cogieron los soldados. Sin embargo no mencionaron los garrotazos propinados a los otros, en realidad no me preguntaron nada, tal vez no conocían a esas personas o no sabían que yo soy Walimai. Me llevaron a trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había suficiente gente por esos lados, por eso debían traernos a la fuerza. Ése fue un período sin libertad y no quiero hablar de ello. Me quedé solo para ver si aprendía algo, pero desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad. Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la vida, otros cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas. El aire libre estaba enfermo con el olor de la goma quemada y el aire en los dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos tarros. En un extremo del campamento habían instalado una choza grande donde mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el caucho, el capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde ellas. También me dio una taza de licor, que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la 50 Librodot

Las principales divinidades

Luego de cumplir su venganza, Cronos se quedó solo para reinar en el mundo que apenas se formaba.

Alrededor de él se formaron nuevas generaciones.

Noche engendró a la Suerte, Kere (el Destino) y Thánatos (el Fallecimiento); también engendró el Sueño y toda la raza de los Ensueños, así como a Momo, el dios del sarcasmo, y al Dolor, y a Némesis, que es la venganza de los dioses, y castiga en los hombres todo acto.

Por su propia fecundidad, Noche engendró a las Hespérides, que son las Ninfas del Ocaso. Hay tres: Aegle, Eritia y Hesperaretusa. Habitan en el Extremo Occidente, en las orillas del Océano, no lejos de las islas Afortunadas, donde residen las Almas Felices.

Diversos demonios crueles también son hijos de la Noche, Apaté (Engaño), Filotes (Ternura), Geras (Vejez), Eris (Discordia), que a su vez engendró otras calamidades: Olvido, Hambre, Los Dolores, los Combates, los Crímenes, las Querellas, los Discursos embusteros, Anarquía, Desastre, y Juramento (Horco).

De esta manera el mundo se preparaba para recibir a los Hombres disponiéndoles mil causas de sufrimientos

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fotos huaca Terraza frente a la plaza principal

21.11.07

Deshielo polar


Un glaciar costero deshelándose produce bloques de hielo se desprenden y caen al mar, formando icebergs. Los desprendimientos son más comunes en los meses de verano, con el deshielo, y en invierno, cuando los glaciares aumentan en tamaño y velocidad y se desprenden icebergs con regularidad.Junto al mar, los bordes de los casquetes glaciares se desgajan y dan lugar a la aparición de gigantescas masas de hielo flotantes, parcialmente sumergidas, que se desplazan a merced de los vientos y corrientes marinas.

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49: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 49 WALIMAI El nombre que me dio mi padre es Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos del norte quiere decir viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija y tienes mi permiso para nombrarme, aunque sólo cuando estemos en familia. Se debe tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres vivos, porque al pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de su fuerza vital. Así nos saludamos como parientes de sangre. No entiendo la facilidad de los extranjeros para llamarse unos a otros sin asomo de temor, lo cual no sólo es una falta de respeto, también puede ocasionar graves peligros. He notado que esas personas hablan con la mayor liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la palabra son el pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso le he enseñado a mis hijos, pero mis consejos no siempre se escuchan. Antiguamente los tabúes y las tradiciones eran respetados. Mis abuelos y los abuelos de mis abuelos recibieron de sus abuelos los conocimientos necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con una buena enseñanza podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía cómo actuar en todo momento. Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la sabiduría de los ancianos y empujándonos fuera de nuestra tierra. Nos internamos cada vez más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a veces tardan años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos destruir los sembrados, echarnos a la espalda los niños, atar los animales y partir. Así ha sido desde que me acuerdo: dejar todo y echar a correr como ratones y no como grandes guerreros y los dioses que poblaron este territorio en la antigüedad. Algunos jóvenes tienen curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo profundo del bosque para seguir viviendo como nuestros antepasados, otros emprenden el camino contrario. Consideramos a los que se van como si estuvieran muertos, porque muy pocos regresan y quienes lo hacen han cambiado tanto que no podemos reconocerlos como parientes. Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para buscar esposa en otra tribu. Viajó por los bosques, siguiendo las indicaciones de otros que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado, para no espantarla, le habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa, y le explicó su necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin disimulo y debe haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir con los ritos de la boda, los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea. Yo crecí con mis hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol herido y quedaba un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces veíamos el ojo azul del cielo. Mis padres me contaron cuentos, me cantaron canciones y me enseñaron lo que deben saber los hombres para sobrevivir sin ayuda, sólo con su arco y sus flechas. De este modo fui libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir sin libertad. Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en pocos días el espíritu se nos despega de los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos como animales miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso nuestras casas no tienen muros, sólo un techo inclinado para detener el viento y desviar la lluvia, bajo el cual colgamos nuestras hamacas muy juntas, porque nos gusta escuchar los sueños de las mujeres y los niños y sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas, que duermen bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que existía mundo más allá de los 49 Librodot

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48: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 48 tenía los huesos largos y la piel delicada de ella, los gestos eran los de su padre, comía con igual placer, golpeaba la mesa pa ra enfatizar sus palabras, se reía de buena gana, era un hombre vital y enérgico, con un sentido categórico de su propia fortaleza, bien dispuesto para la lucha. Maurizia miró a Ez¡o Longo con ojos nuevos y vio por primera vez sus macizas virtudes masculinas. Dio un par de pasos al frente, conmovida, con el aire atascado en el pecho, viéndose a sí misma desde otra dimensión, como si estuviera sobre un escenario representando el momento más dramático del largo teatro que había sido su existencia, con los nombres de su marido y su hijo en los labios y la mejor disposición para ser perdonada por tantos años de abandono. En ese par de minutos vio los minuciosos engranajes de la trampa donde se había metido durante tres décadas de alucinaciones. Comprendió que el verdadero héroe de la novela era Ez¡o Longo, y quiso creer que él había seguido deseándola y esperándola durante todos esos años con el amor persistente y apasionado que Leonardo Gómez nunca pudo darle porque no estaba en su naturaleza. En ese instante, cuando un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra y puesto en evidencia, el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le dijo algo con un guiño simpático. Los dos estallaron en carcajadas, palmoteándose los brazos, desordenándose mutuamente el cabello, con una ternura viril y una firme complicidad de la cual Maurizia Rugieri y el resto del mundo estaban excluidos. Ella vaciló por un momento infinito en la frontera entre la realidad y el sueño, luego retrocedió, salió de la taberna, abrió su paraguas negro y volvió a su casa con la guacamaya volando sobre su cabeza, como un estrafalario arcángel de calendario. 48 Librodot

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47: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 47 En uno de esos ataques el doctor se perdió en los caminos de la fiebre y ya no pudo regresar. Su muerte conmovió al pueblo. Temieron que su mujer comitiera un acto fatal, con, o tantos que había representado cantando, así es que se turnaron para acompañarla de día y de noche durante las semanas siguientes. Maurizia Rugieri se vistió de luto de pies a cabeza, pintó de negro todos los muebles de la casa y arrastró su dolor como una sombra tenaz que le marcó el rostro con dos profundos surcos junto a la boca, sin embargo no intentó poner fin a su vida. Tal vez en la intimidad de su cuarto, cuando estaba sola en la cama, sentía un profundo alivio porque ya no tenía que seguir tirando de la pesada carreta de sus sueños, ya no era necesario mantener vivo al personaje inventado para representarse a sí misma, ni seguir haciendo malabarismos para disimular las flaquezas de un amante que nunca estuvo a la altura de sus ilusiones. Pero el hábito del teatro estaba demasiado enraizado. Con la misma paciencia infinita con que antes se creó una imagen de heroína romántica, en la viudez construyó la leyenda de su desconsuelo. Se quedó en Agua Santa, siempre vestida de negro, aunque el luto ya no se usaba desde hacía mucho tiempo, y se negó a cantar de nuevo, a pesar de las súplicas de sus amigos, quienes pensaban que la ópera podría darle consuelo. El pueblo estrechó el círculo alrededor de ella, como un fuerte abrazo, para hacerle la vida tolerable y ayudarla en sus recuerdos. Con la complicidad de todos, la imagen del doctor Gómez creció en la imaginación popular. Dos años después hicieron una colecta para fabricar un busto de bronce que colocaron sobre una columna en la plaza, frente a la estatua de piedra del libertador. Ese mismo año abrieron la autopista que pasó frente a Agua Santa, alterando para siempre el aspecto y el ánimo del pueblo. Al comienzo la gente se opuso al proyecto, creyendo que sacarían a los pobres reclusos del Penal de Santa María para ponerlos, engrillados, a cortar árboles y picar piedras, como decían los abuelos que había sido construida la carretera en tiempos de la dictadura del Benefactor, pero pronto llegaron los ingenieros de la ciudad con la noticia de que el trabajo lo realizarían máquinas modernas, en vez de los presos. Detrás de ellos vinieron los topógrafos y después las cuadrillas de obreros con cascos anaranjados y chalecos que brillaban en la oscuridad. Las máquinas resultaron ser unas moles de hierro del tamaño de un dinosaurio, según cálculos de la maestra de escuela, en cuyos flancos estaba pintado el nombre de la empresa, Ez¡o Longo e Hijo. Ese mismo viernes llegaron el padre y el hijo a Agua Santa para revisar las obras y pagar a los trabajadores. Al ver los letreros y las máquinas de su antiguo marido, Maurizia Rugieri se escondió en su casa con puertas y ventanas cerradas, con la insensata esperanza de mantenerse fuera del alcance de su pasado. Pero durante veintiocho años había soportado el recuerdo de su hijo ausente, como un dolor clavado en el centro del cuerpo, y cuando supo que los dueños de la compañía constructora estaban en Agua Santa almorzando en la taberna, no pudo seguir luchando contra su instinto. Se miró en el espejo. Era una mujer de cincuenta y un años, envejecida por el sol del trópico y el esfuerzo de fingir una felicidad quimérica, pero sus rasgos aún mantenían la nobleza del orgullo. Se cepilló el cabello y lo peinó en un moño alto, sin intentar disimular las canas, se colocó su mejor vestido negro y el collar de perlas de su boda, salvado de tantas aventuras, y en un gesto de tímida coquetería se puso un toque de lápiz negro en los ojos y de carmín en las mejillas y en los labios. Salió de su casa protegiéndose del sol con el paraguas de Leonardo Gómez. El sudor le corría por la espalda, pero ya no temblaba. A esa hora las persianas de la taberna estaban cerradas para evitar el calor del mediodía, de modo que Maurizia Rugieri necesitó un buen rato para acomodar los ojos a la penumbra y distinguir en una de las mesas del fondo a Ez¡o Longo y el hombre joven que debía ser su hijo. Su marido había cambiado mucho menos que ella, tal vez porque siempre fue una persona sin edad. El mismo cuello de león, el mismo sólido esqueleto, las mismas facciones torpes y ojos hundidos, pero ahora dulcificados por un abanico de arrugas alegres producidas por el buen humor. Inclinado sobre su plato, masticaba con entusiamo, escuchando la charla del hijo. Maurizia los observó de lejos. Su hijo debía andar cerca de los treinta años. Aunque 47 Librodot

Generación de los Titanes

Urano y Gea adquieren preeminencia, de ellos nacen doce hijos, los Titanes y las Titánidas.

Los Titanes son seis: Océano, el mayor, luego Ceo, Críos, Hiperión, Iapeto y, finalmente, Cronos (Saturno).

Seis hermanas, las Titánidas: Tía, Rea (Cíbiles), Temis, Mnemosine, Febe y Tetis.

Algunos de estos nombres responden a funciones particulares dentro del mundo, así, Temis, por ejemplo es la Justicia, Mnemosine es la memoria, quien garantiza la duración del mundo, no gracias al tiempo sino a la alternancia entre el día y la noche.

Tetis es una divinidad marina; parece personificar la fecundidad femenina del Mar. Se casó con Océano, y le dio más de tres mil hijos (los ríos del mundo), su morada está situada lejos en el Oeste, en el país del Atardecer, todo rojo, que el Sol visita a diario al bajar del cielo.

Hiperión (el que viaja a lo alto) casado con su hermana Tía, engendra a Helios y Selene (el Sol y la Luna).

La mayor parte de los Titanes no existe más que en su descendencia: Ceo, unido a su hermana Febe (la Brillante), engendra a Leto, que más tarde será la madre de Artemisa y de Febo.

Críos con Euribia, una de las hijas de Gea y del Pontos, engendró a Astreo que fue uno de los esposos de la Aurora (Eos), al gigante Palas, y finalmente Perses, que fue el padre de la diosa Hécate - la señora de la noche, diosa de la Abundancia, de la Elocuencia, pero también temible maga, hábil para metamorfosearse en perra, en loba, en asna, y cuya estatua de tres cabezas se erguía frecuentemente en las encrucijadas.

Iapeto se casó con Climena, hija de Océano y de Tetis, que le dio cuatro hijos: Atlante (Atlas), el gigante que más tarde fue condenado a llevar sobre sus hombros la bóveda del cielo, Menoetio, quien también participó en la rebelión contra Zeus, y que por esa razón fue fulminado y sumergido en el Tártaro.

El Titán cuya descendencia reviste mayor importancia es Cronos. A partir de él se desarrollan los destinos que llevan al poder a la generación divina de los Olímpicos.

Los Cíclopes eran también hijos de Urano y Gea, tres genios de la tempestad: Arges (el fulgor del relámpago), Asteropes (las nubes de la tempestad) y Brontes (el estruendo del trueno), luego los Hecatonquiros (los Ciembrazos), tres gigantes: Coto, Briareo y Gies. Urano detestaba haber sido padre tan prolífico y por ello prohibía a sus hijos el ver la luz; les obligaba a permanecer encerrados en las profundidades de la Tierra.

Ya que Urano imponía una continua fecundidad a su compañera, ésta planeó junto con sus hijos mayores, la venganza. Ninguno de ellos aceptó, excepto el más joven de ellos, Cronos, quien odiaba a su padre –no se sabe bien por qué-.

Entonces Gea le confió una serpiente de acero muy dura y aguzada, y cuando una noche Urano se acercó a ella para fecundarla una vez más, Cronos que se encontraba expectante, le cortó con la serpiente los testículos a su padre y los lanzó al espacio. La sangre del dios herido cayó en forma de lluvia sobre la tierra y el mar, donde engendró aun otras divinidades.

De esta sangre que cayó en la tierra salieron las Erinias –Eumenides-: Alecto, Tisífone y Megera, las tres Furias, genios crueles que viven en las profundidades del Infierno, donde torturan a los criminales, los Gigantes y una nueva generación de Ninfas, las Melíadas, o Ninfas de los fresnos.

De la sangre mezclada con semen, que cayó sobre el mar, nació la diosa Afrodita (Espuma). Amor y el hermoso Deseo, la cortejaron en cuanto nació.

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fotos huaca Patio ceremonial del templo:

14.11.07

Monument Valley


La meseta del Colorado, situada en el estado de Arizona, alberga algunas de las maravillas de la naturaleza más impactantes. El Monument Valley (Valle Monumento) se encuentran dentro de esa región. Se trata de un impresionante efecto de la erosión que ha convertido en desierto los materiales más blandos, y va modelando, a base de viento y polvo, las estructuras de roca.

Monument Valley, en la imagen, se llama así por las magníficas esculturas talladas a lo largo del tiempo y que emergen desde la base del valle. El primer western sonoro de John Ford, La diligencia (1939), que consagró al Monument Valley como su paisaje natural del "lejano oeste".

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46: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 46 encerrada en su casa, sentada bajo un ventilador, leyendo por centésima vez las mismas revistas añejas y novelas románticas. Entre jeringas y apósitos podía imaginarse a sí misma como una heroína de la guerra, una de esas valientes mujeres de las películas que veían a veces en el club del campamento. Se negó con una determinación suicida a percibir el deterioro de la realidad, empeñada en embellecer cada instante con palabras, ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo. Hablaba de Leonardo Gómez –a quien siguió llamando Mario– como de un santo dedicado al servicio de la humanidad, y se impuso la tarea de mostrarle al mundo que ambos eran los protagonistas de un amor excepcional, lo cual acabó por desalentar a cualquier empleado de la Compañía que pudiera haberse sentido inflamado por la única mujer blanca del lugar. A la barbarie del campamento, Maurizia la llamó contacto con la naturaleza e ignoró los mosquitos, los bichos venenosos, las iguanas, el infierno del día, el sofoco de la noche y el hecho de que no podía aventurarse sola más allá del portón. Se refería a su soledad, su aburrimiento y su deseo natural de recorrer la ciudad, vestirse a la moda, visitar a sus amigas e ir al teatro, como una ligera nostalgia. A lo único que no pudo cambiarle el nombre fue a ese dolor animal que la doblaba en dos al recordar a su hijo, de modo que optó por no mencionarlo jamás. Leonardo Gómez trabajó como médico del campamento durante más de diez años, hasta que las fiebres y el clima acabaron con su salud. Llevaba mucho tiempo dentro del cerco protector de la Compañía Petrolera, no tenía ánimo para iniciarse en un medio más agresivo y, por otra parte, aún recordaba la furia de Ez¡o Longo cuando lo reventó contra la pared, así que ni siquiera consideró la eventualidad de volver a la capital. Buscó otro puesto en algún rincón perdido donde pudiera seguir viviendo en paz, y así llegó un día a Agua Santa con su mujer, sus instrumentos de médico y sus discos de ópera. Era la década de los cincuenta y Maurizia Rugieri se bajó del autobús vestida a la moda, con un estrecho traje a lunares y un enorme sombrero de paja negra, que había encargado por catálogo a Nueva York, algo nunca visto por esos lados. De todas maneras, los acogieron con la hospitalidad de los pueblos pequeños y en menos de veinticuatro horas todos conocían la leyenda de amor de los recién llegados. Los llamaron Tosca y Mario, sin tener la menor idea de quiénes eran esos personajes, pero Maurizia se encargó de hacérselos saber. Abandonó sus prácticas de enfermera junto a Leonardo, formó un coro litúrgico para la parroquia y ofreció los primeros recitales de canto en la aldea. Mudos de asombro, los habitantes de Agua Santa la vieron transformada en Madame Butterfly sobre un improvisado escenario en la escuela, ataviada con una estrambótica bata de levantarse, unos palillos de tejer en el peinado, dos flores de plástico en las orejas y la cara pintada con yeso blanco, trinando con su voz de pájaro. Nadie entendió ni una palabra del cantó, pero cuando se puso de rodillas y sacó un cuchillo de cocina amenazando con enterrárselo en la barriga, el público lanzó un grito de horror y un espectador corrió a disuadirla, le arrebató el arma de las manos y la obligó a ponerse de pie. Enseguida se armó una larga discusión sobre las razones para la trágica determinación de la dama japonesa, y todos estuvieron de acuerdo en que el marino norteamericano que la había abandonado era un desalmado, pero no valía la pena morir por él, puesto que la vida es larga y hay muchos hombres en este mundo. La representación terminó en holgorio cuando se improvisó una banda que interpretó unas cumbias y la gente se puso a bailar. A esa noche memorable siguieron otras similares: canto, muerte, explicación por parte de la soprano del argumento de la ópera, discusión pública y fiesta final. El doctor Mario y la señora Tosca eran dos miembros selectos de la comunidad, él estaba a cargo de la salud de todos y ella de la vida cultural y de informar sobre los cambios en la moda. Vivía en una casa fresca y agradable, la mitad de la cual estaba ocupada por el consultorio. En el patio tenían una guacamaya azul y amarilla, que volaba sobre sus cabezas cuando salían a pasear por la plaza. Se sabía por dónde andaban el doctor o su mujer porque el pájaro los acompañaba siempre a dos metros de altura, planeando silenciosamente con sus grandes alas de animal pintarrajeado. En Agua Santa vivieron muchos años, respetados por la gente, que los señalaba como un ejemplo de amor perfecto. 46 Librodot

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45: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 45 –Me gustaría saber qué carajo es lo que te falta en este mundo, a ver si puedo dártelo –le dijo, derrotado. –Me falta Leonardo. Sin él me voy a morir. –Está bien. Puedes ir con ese mequetrefe si quieres, pero no volverás a ver a nuestro hijo nunca más. Ella hizo sus maletas, se vistió de muselina, se puso un sombrero con un velo y llamó a un coche de alquiler. Antes de partir besó al niño sollozando y le susurró al oído que muy pronto volvería a buscarlo. Ez¡o Longo –quien en una semana había perdido seis kilos y la mitad del cabello– le quitó a la criatura de los brazos. Maurizia Rugieri llegó a la pensión donde vivía su enamorado y se encontró con que éste se había ido hacía dos días a trabajar como médico en un campamento petrolero, en una de esas provincias calientes, cuyo nombre evocaba indios y culebras. Le costó convencerse de que él había partido sin despedirse, pero lo atribuyó a la paliza recibida en la pastelería, concluyó que Leonardo era un poeta y que la brutalidad de su marido debió desconcertarlo. Se instaló en un hotel y en los días siguientes mandó telegramas a todos los puntos imaginables. Por fin logró ubicar a Leonardo Gómez para anunciarle que por él había renunciado a su único hijo, desafiado a su marido, a la sociedad y al mismo Dios y que su decisión de seguirlo en su destino, hasta que la muerte los separara, era absolutamente irrevocable. El viaje fue una pesada expedición en tren, en camión y en algunas partes por vía fluvial. Maurizia jamás había salido sola fuera de un radio de treinta cuadras alrededor de su casa, pero ni la grandeza del paisaje ni las incalculables distancias pudieron atemorizarla. Por el camino perdió un par de maletas y su vestido de muselina quedó convertido en un trapo amarillo de polvo, pero llegó por fin al cruce del río donde debía esperarla Leonardo. Al bajarse del vehículo vio una piragua en la orilla y hacia allá corrió con los jirones del velo volando a su espalda y su largo cabello escapando en rizos del sombrero. Pero en vez de su Mario, encontró a un negro con casco de explorador y dos indios melancólicos con los remos en las manos. Era tarde para retroceder. Aceptó la explicación de que el doctor Gómez había tenido una emergencia y se subió al bote con el resto de su maltrecho equipaje, rezando para que aquellos hombres no fueran bandoleros o caníbales. No lo eran, por fortuna, y la llevaron sana y salva por el agua a través de un extenso territorio abrupto y salvaje, hasta el lugar donde la aguardaba su enamorado. Eran dos villorrios, uno de largos dormitorios comunes donde habitaban los trabajadores; y otro, donde vivían los empleados, que consistía en las oficinas de la compañía, veinticinco casas prefabricadas traídas en avión desde los Estados Unidos, una absurda cancha de golf y una pileta de agua verde que cada mañana amanecía llena de enormes sapos, todo rodeado de un cerco metálico con un portón custodiado por dos centinelas. Era un campamento de hombres de paso, allí la existencia giraba en torno de ese lodo oscuro que emergía del fondo de la tierra como un inacabable vómito de dragón. En aquellas soledades no había más mujeres que algunas sufridas compañeras de los trabajadores; los gringos y los capataces viajaban a la ciudad cada tres meses para visitar a sus familias. La llegada de la esposa del doctor Gómez, como la llamaron’ trastornó la rutina por unos días, hasta que se acostumbraron a verla pasear con sus velos, su sombrilla y sus zapatos de baile, como un personaje escapado de otro cuento. Maurizia Rugieri no permitió que la rudeza de esos hombres o el calor de cada día la vencieran, se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo logró. Convirtió a Leonardo Gómez en el héroe de su propio melodrama, adornándolo con virtudes utópicas y exaltando hasta la demencia la calidad de su amor, sin detenerse a medir la respuesta de su amante para saber si él la seguía al mismo paso en esa desbocada carrera pasional. Si Leonardo Gómez daba muestras de quedarse muy atrás, ella lo atribuía a su carácter tímido y su mala salud, empeorada por ese clima maldito. En verdad, tan frágil parecía él, que ella se curó definitivamente de todos sus antiguos malestares para dedicarse a cuidarlo. Lo acompañaba al primitivo hospital y aprendió los menesteres de enfermera para ayudarlo. Atender víctimas de malaria o curar horrendas heridas de accidentes en los pozos le parecía mejor que permanecer 45 Librodot

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44: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 44 respeto a las inclinaciones artísticas de su mujer. Era un hombre optimista y seguro de sí mismo, pero cuando Maurizia anunció llorando que estaba encinta, a él le vino de golpe una incontrolable aprensión, sintió que el corazón se le partía como un melón, que no había cabida para tanta dicha en este valle de lágrimas. Se le ocurrió que alguna catástrofe fulminante desbarataría su precario paraíso y se dispuso a defenderlo contra cualquier interferencia. La catástrofe fue un estudiante de medicina con quien Maurizia se tropezó en un tranvía. Para entonces había nacido el niño –una criatura tan vital como su padre, que parecía inmune a todo daño, inclusive al mal de ojo– y la madre ya había recuperado la cintura. El estudiante se sentó junto a Maurizia en el trayecto al centro de la ciudad, un joven delgado y pálido, con perfil de estatua romana. Iba leyendo la partitura de Tosca y silbando entre dientes un aria del último acto. Ella sintió que todo el sol del mediodía se le eternizaba en las mejillas y un sudor de anticipación le empapaba el corpiño. Sin poder evitarlo tarareó las palabras del infortunado Mario saludando al amanecer, antes de que el pelotón de fusilamiento acabara con sus días. Así, entre dos líneas de la partitura, comenzó el romance. El joven se llamaba Leonardo Gómez y era tan entusiasta del bel canto como Maurizia. Durante los meses siguientes el estudiante obtuvo su título de médico y ella vivió una por una todas las tragedias de la ópera y algunas de la literatura universal, la mataron sucesivamente don José, la tuberculosis, una tumba egipcia, una daga y veneno, amó cantando en italiano, francés y alemán, fue Aída, Carmen y Lucía de Lamermoor, y en cada ocasión Leonardo Gómez era el objeto de su pasión inmortal. En la vida real compartían un amor casto, que ella anhelaba consumar sin atreverse a tomar la iniciativa, y que él combatía en su corazón por respeto a la condición de casada de Maurizia. Se vieron en lugares públicos y algunas veces enlazaron sus manos en la zona sombría de algún parque, intercambiaron notas firmadas por Tosca y Mario y naturalmente llamaron Scarpia a Ez¡o Longo, quien estaba tan agradecido por el hijo, por su hermosa mujer y por los bienes otorgados por el cielo, y tan ocupado trabajando para ofrecerle a su familia toda la seguridad posible, que de no haber sido por un vecino que vino a contarle el chisme de que su esposa paseaba demasiado en tranvía, tal vez nunca se habría enterado de lo que ocurría a sus espaldas. Ez¡o Longo se había preparado para enfrentar la contingencia de una quiebra en sus negocios, una enfermedad y hasta un accidente de su hijo, como imaginaba en sus peores momentos de terror supersticioso, pero no se le había ocurrido que un melifluo estudiante pudiera arrebatarle a su mujer delante de las narices. Al saberlo estuvo a punto de soltar una carcajada, porque de todas las desgracias, ésa le parecía la más fácil de resolver, pero después de ese primer impulso, una rabia ciega le trastornó el hígado. Siguió a Maurizia hasta una discreta pastelería, donde la sorprendió bebiendo chocolate con su enamorado. No pidió explicaciones. Cogió a su rival por la ropa, lo levantó en vilo y lo lanzó contra la pared en medio de un estrépito de loza rota y chillidos de la clientela. Luego tomó a su mujer por un brazo y la llevó hasta su coche, uno de los últimos Mercedes Benz importados al país, antes de que la Segunda Guerra Mundial arruinara las relaciones comerciales con Alemania. La encerró en casa y puso dos albañiles de su empresa al cuidado de las puertas. Maurizia pasó dos dias llorando en la cama, sin hablar y sin comer. Entretanto Ez¡o Longo había tenido tiempo de meditar y la ira se le había transformado en una frustración sorda que le trajo a la memoria el abandono de su infancia, la pobreza de su juventud, la soledad de su existencia y toda esa inagotable hambre de cariño que lo acompañaron hasta que conoció a Maurizia Rugieri y creyó haber conquistado a una diosa. Al tercer día no aguantó más y entró en la pieza de su mujer. –Por nuestro hijo, Maurizia, debes sacarte de la cabeza esas fantasías. Ya sé que no soy muy romántico, pero si me ayudas, puedo cambiar. Yo no soy hombre para aguantar cuernos y te quiero demasiado para dejarte ir. Si me das la oportunidad, te haré feliz, te lo juro. Por toda respuesta ella se volvió contra la pared y prolongó su ayuno dos días más. Su marido regresó. 44 Librodot

Orígenes de la mitología griega

La mitología griega, en su periodo más importante, se desarrolló en el siglo VIII a.c.

Tiene varios rasgos distintivos, como por ejemplo, los dioses se parecen exteriormente a los seres humanos y revelan, al igual que ellos, sentimientos.

Los griegos creían que los dioses habían elegido el monte Olimpo, en una región de Grecia llamada Tesalia, como su residencia.

En el Olimpo, los dioses formaban una sociedad organizada en términos de autoridad y poderes, se movían con total libertad y formaban tres grupos que controlaban sendos poderes: el cielo o firmamento, el mar y la tierra.

Fueron tres las colecciones clásicas de mitos: La Teogonía de Hesíodo y la Iliada y la Odisea de Homero.

Este material se basa en la Teogonía de Hesíodo. La teogonía es una especie de sistematización de las confusas tradiciones anteriores, en ella el mito es el tema dominante.

Pero, ¿qué es el mito? ...

Los mitos: función y Significado

Los mitos son relatos o tradiciones que intentan explicar el lugar del hombre en el universo. La naturaleza de la sociedad, la relación entre el individuo y el universo que percibe y el significado de los acontecimientos de la naturaleza.

Hoy tendemos a delimitar los hechos que pueden ser probados científicamente de las ideas y creencias que no se pueden probar. Estas últimas se agrupan a menudo desprectivamente como imaginación, invenciones o mitos. Esta discutible contradicción entre mito y fantasía por una parte y "hechos íncontrovertibles por otra, disimula y distorsiona el valor y significado de los mitos como guías para la vida".

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fotos huaca Patio ceremonial del templo:

31.10.07

Aurora austral


La aurora es el brillo causado en la ionósfera dela Tierra por la interacción de su campo magnético con partículas cargadas procedentes del viento solar. Se observan cerca de las regiones polares, y se conocen como Aurora Austral (hemisferio sur) o Boreal (norte).

El brillo de la aurora se produce cuando el viento solar, choca con las partículas de las capas altas de la atmosfera terrestre, y se ve reforzado, a veces, por partículas subatómicas de alta energía procedentes de las manchas solares. Estas partículas colisionan con las moléculas de gas de la atmósfera, excitándolas y produciendo luminiscencia, es decir, emisión de luz visible.

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43: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 43 TOSCA Su padre la sentó al piano a los cinco años y a los diez Maurizia Rugieri dio su primer recital en el Club Garibaldi, vestida de organza rosada y botines de charol, ante un público benóvolo, compuesto en su mayoría por miembros de la colonia italiana. Al término de la presentación pusieron varios ramos de flores a sus pies y el presidente del club le entregó una placa conmemorativa y una muñeca de loza, adornada con cintas y encajes. –Te saludamos, Maurizia Rugieri, como a un genio precoz, un nuevo Mozart. Los grandes escenarios del mundo te esperan –declamó. La niña aguardó que se callara el aplauso y, por encima del llanto orgulloso de su madre, hizo oír su voz con una altanería inesperada. –Ésta es la última vez que toco el piano. Lo que yo quiero es ser cantante –anunció y salió de la sala arrastrando a la muñeca por un pie. Una vez que se repuso del bochorno, su padre la colocó en clases de canto con un severo maestro, quien por cada nota falsa le daba un golpe en las manos, lo cual no logró matar el entuasiasmo de la niña por la ópera. Sin embargo, al término de la adolescencia se vio que tenía una voz de pájaro, apenas suficiente para arrullar a un infante en la cuna, de modo que debió de cambiar sus pretensiones de soprano por un destino más banal. A los diecinueve años se casó con Ez¡o Longo, inmigrante de primera generación en el país, arquitecto sin título y constructor de oficio, quien se había propuesto fundar un imperio sobre cemento y acero y a los treinta y cinco años ya lo tenía casi consolidado. Ez¡o Longo se enamoró de Maurizia Rugieri con la misma determinación empleada en sembrar la capital con sus edificios. Era de corta estatura, sólidos huesos, un cuello de animal de tiro y un rostro enérgico y algo brutal, de labios gruesos y ojos negros. Su trabajo lo obligaba a vestirse con ropa rústica y de tanto estar al sol tenía la piel oscura y cruzada de surcos, como cuero curtido. Era de carácter bonachón y generoso, reía con facilidad y gustaba de la música popular y de la comida abundante y sin ceremonias. Bajo esa apariencia algo vulgar se encontraba un alma refinada y una delicadeza que no sabía traducir en gestos o palabras. Al contemplar a Maurizia a veces se le llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de una oprimente ternura, que él disimulaba de un manotazo, sofocado de vergüenza. Le resultaba imposible expresar sus sentimientos y creía que cubriéndola de regalos y soportando con estoica paciencia sus extravagantes cambios de humor y sus dolencias imaginarias, compensaría las fallas de su repertorio de amante. Ella provocaba en él un deseo perentorio, renovado cada día con el ardor de los primeros encuentros, la abrazaba exacerbado, tratando de salvar el abismo entre los dos, pero toda su pasión se estrellaba contra los remilgos de Maurizia, cuya imaginación permanecía afiebrada por lecturas románticas y discos de Verdi y Puccini. Ez¡o se dormía vencido por las fatigas del día, agobiado por pesadillas de paredes torcidas y escaleras en espiral, y despertaba al amanecer para sentarse en la cama a observar a su mujer dormida con tal atención que aprendió a adivinarle los sueños. Hubiera dado la vida por que ella respondiera a sus sentimientos con igual intensidad. Le construyó una desmesurada mansión sostenida por columnas, donde la mezcolanza de estilos y la profusión de adornos confundían el sentido de orientación, y donde cuatro sirvientes trabajaban sin descanso sólo para pulir bronces, sacar brillo a los pisos, limpiar las pelotillas de cristal de las lámparas y sacudir los muebles de patas doradas y las falsas alfombras persas importadas de España. La casa tenía un pequeño anfiteatro en el jardín, con altoparlantes y luces de escenario mayor, en el cual Maurizia Rugieri solía cantar para sus invitados. Ez¡o no habría admitido ni en trance de muerte que era incapaz de apreciar aquellos vacilantes trinos de gorrión, no sólo para no poner en evidencia las lagunas de su cultura, sino sobre todo por 43 Librodot

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42: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 42 muerta y el Ángel y Kuramoto lucían sus prodigiosas musculaturas, se levantó la tapa del sarcófago y un ser de pesadilla emergió del interior. Cuando estuvo de pie, con todos sus vendajes a la vista, fue evidente que se trataba de una momia en perfecto estado de salud. En ese momento Tarzán lanzó otro aullido y sin que mediara ninguna provocación se puso a dar saltos alrededor de los egipcios y a sacudir al simio. La Momia perdió su paciencia milenaria, levantó un brazo y lo dejó caer como un garrotazo en la nuca del salvaje, dejándolo inerte con la cara enterrada en el pasto. La mona trepó chillando a un árbol. Antes de que el faraón embalsamado liquidara a Tarzán con un segundo golpe, éste se puso de pie y se le fue encima rugiendo. Ambos rodaron anudados en una posición inverosímil, hasta que se soltó la pantera y entonces todos corrieron a buscar refugio entre las plantas y los empleados de la casa volaron a meterse en la cocina. Patricia estaba a punto de lanzarse a la pileta, cuando apareció por encantamiento un individuo de frac y sombrero de copa, que de un sonoro latigazo detuvo en seco al felino y lo dejó en el suelo ronroneando como un gato con las cuatro patas en el aire, lo cual permitió al jorobado recuperar la cadena, mientras el otro se quitaba el sombrero y extraía de su interior una torta de merengue, que trajo hasta la terraza y depositó a los pies de la dueña de casa. Por el fondo del jardín aparecieron los demás de la comparsa: los músicos de la banda tocando marchas militares, los payasos zurrándose bofetones, los enanos de las Cortes Medievales, la equitadora de pie sobre su caballo, la mujer barbuda, los perros en bicicleta, el avestruz vestido de colombina y por último una fila de boxeadores con sus calzones de satén y sus guantes de reglamento, empujando una plataforma con ruedas coronada por un arco de cartón pintado. Y allí, sobre ese estrado de emperador de utilería, iba Horacio Fortunato con su melena aplastada con brillantina, su irrevocable sonrisa de galán, orondo bajo su pórtico triunfal, rodeado por su circo inaudito, aclamado por las trompetas y los platillos de su propia orquesta, el hombre más soberbio, más enamorado y más devertido del mundo. Patricia lanzó una carcajada y le salió al encuentro. 42 Librodot

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41: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 41 en ningún caso una manicurista con esa cartera de plástico y esa blusa ordinaria, pero la muchacha lo intrigaba, había algo vulnerable y patético en ella, pobrecita, no tendrá un buen final en manos de ese bandolero, pensó. –Es mejor que me lo diga todo, hija –dijo Ziminerman, finalmente. La joven le soltó el cuento que había memorizado y una hora después salió de la oficina con paso ligero. Tal como lo había planeado desde un comienzo, el joyero no sólo había comprado el collar, sino que además la había invitado a cenar. Le resultó fácil darse cuenta de que Zimmerman era uno de esos hombres astutos y desconfiados para los negocios, pero ingenuo para todo lo demás y que sería sencillo mantenerlo distraído por el tiempo que Horacio Fortunato necesitara y estuviera dispuesto a pagar. P,sa fue una noche memorable para Zimnierman, quien había contado con una cena y se encontró viviendo una pasión inesperada. Al día siguiente volvió a ver a su nueva amiga y hacia el fin de semana le anunció tartamudeando a Patricia que partía por unos días a Nueva York a una subasta de alhajas rusas, salvadas de la masacre de Ekaterimburgo. Su mujer no le prestó atención. Sola en su casa, sin ánimo para salir y con ese dolor de cabeza que iba y venía sin darle descanso, Patricia decidió dedicar el sábado a recuperar fuerzas. Se instaló en la terraza a hojear unas revistas de moda. No había llovido en toda la semana y el aire estaba seco y denso. Leyó un rato hasta que el sol comenzó a adormecerla, el cuerpo le pesaba, se le cerraban los ojos y la revista cayó de sus manos. En eso le llegó un rumor desde el fondo del jardín y pensó en el jardinero, un tipo testarudo, quien en menos de un año había transformado su propiedad en una jungla tropical, arrancando sus macizos de crisantemos para dar paso a una vegetación desbordada. Abrió los ojos, miró distreída contra el sol y notó que algo de tamaño desusado se movía en la copa del aguacate. Se quitó los lentes oscuros y se incorporó. No había duda, una sombra se agitaba allá arriba y no era parte del follaje. Patricia Zimmerman dejó el sillón y avanzó un par de pasos, entonces pudo ver con nitidez a un fantasma vestido de azul con una capa dorada que pasó volando a varios metros de altura, dio una voltereta en el aire y por un instante pareció detenerse en el gesto de saludarla desde el cielo. Ella sofocó un grito, segura de que la aparición caería como una piedra y se desintegraría al tocar tierra, pero la capa se infló y aquel coleóptero radiante estiró los brazos y se aferró a un níspero vecino. De inmediato surgió otra figura azul colgada de las piernas en la copa del otro árbol, columpiando por las muñecas a una niña coronada de flores. El primer trapecista hizo una señal y el segundo le lanzó a la criatura, quien alcanzó a soltar una lluvia de mariposas de papel antes de verse cogida por los tobillos. Patricia no atinó a moverse mientras en las alturas volaban esos silenciosos pájaros con capas de oro. De pronto un alarido llenó el jardín, un grito largo y bárbaro que distrajo a Patricia de los trapecistas. Vio caer una gruesa cuerda por una pared lateral de la propiedad y por allí descendió Tarzán en persona, el mismo de la matiné en el cinematógrafo y de las historietas de su infancia, con su mísero taparrabo de piel de tigre y un mono auténtico sentado en su cadera, abrazándolo por la cintura. El Rey de la Selva aterrizó con gracia, se golpeó el pecho con los puños y repitió el bramido visceral, atrayendo a todos los empleados de la casa, que se precipitaron a la terraza. Patricia les ordenó con un gesto que se quedaran quietos, mientras la voz de Tarzán se apagaba para dar paso a un lúgubre redoble de tambores anunciando a una comitiva de cuatro egipcias que avanzaban de medio lado, cabeza y pies torcidos, seguidos por un jorobado con capucha a rayas, quien arrastraba una pantera negra al extremo de una cadena. Luego aparecieron dos monjes cargando un sarcófago y más atrás un ángel de largos cabellos áureos y cerrando el cortejo un indio disfrazado de japonés, en bata de levantarse y encaramado en patines de madera. Todos se detuvieron detrás de la piscina. Los monjes depositaron el ataúd sobre el césped, y mientras las vestales canturreaban en alguna lengua 41 Librodot