20.2.08

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE

70: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 70 A medida que transcurrían las horas, aumentaba la tensión en el grupo. Se miraban unos a otros sudando, sin atreverse a hacer comentarios, esperando impacientes, las manos en las cachas de los revólveres, en las crines de los caballos, en las empuñaduras de los lazos. Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. Al amanecer las opiniones estaban divididas entre los hombres, unos creían que era mucho más desalmado de lo que jamás imaginaron y otros que su jefe planeaba una acción espectacular para rescatar a su madre. Lo único que nadie pensó fue que pudiera faltarle el coraje, porque había dado muestras de tenerlo en exceso. Al mediodía no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer. –Nada –dijo. –¿Y tu madre? –Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo –replicó imperturbable Nicolás Vidal. Al tercer día Juana La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal en los momentos de lucidez y soñando con el infierno el resto del tiempo. Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, se quedaban prendidos en los rincones, los recogían los perros para repetirlos aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener la huelga solidaria de las prostitutas, que coincidió con la quincena de los mineros. El sábado las calles estaban tomadas por los rudos trabajadores de las minas, ansiosos por gastar sus ahorros antes de volver a los socavones, pero el pueblo no ofrecía ninguna diversión, aparte de la jaula y ese murmullo de lástima llevado de boca en boca, desde el río hasta la carretera de la costa. El cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante el Juez Hidalgo a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que eximiera a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana La Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda. La esposa del Juez los recibió en el sombrío salón de su casa y atendió sus razones Callada, con los ojos bajos, como era su estilo. Hacía tres días que su marido se encontraba ausente, encerrado en su oficina, aguardando a Nicolás Vidal con una determinación insensata. Sin asomarse a la ventana, ella sabía todo lo que ocurría en la calle, porque también a las vastas habitaciones de su casa entraba el ruido de ese largo suplicio. Doña Casilda esperó que las visitas se retiraran, vistió a sus hijos con las ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias la vieron aparecer por la esquina y adivinaron sus intenciones, pero tenían órdenes precisas, así es que cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar, observada por una muchedumbre expectante, la tomaron por los brazos para impedírselo. Entonces los niños comenzaron a gritar. El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había taponeado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Durante tres días con sus noches aguantó el llanto de su víctima y los insultos de los vecinos amotinados ante el edificio, pero cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con una barba del miércoles, los ojos afiebrados por la vigilia y el peso de su derrota en la espalda. Atravesó la calle, entró en el cuadrilátero de la plaza y se aproximó a su mujer. Se miraron con tristeza. Era la primera vez en siete años que ella lo enfrentaba y escogió hacerlo delante de todo el pueblo. El Juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera. 70 Librodot

1 comentario:

Isa dijo...

¡Wow! qué dramático y hermoso cuento. Cuando voy al super y veo en la sección de libros este cuento digo: ¡ah! es el que leí con kurtosis.
Dios te bendiga hermanito. Sigue adelante.