25.1.08

Huracán Caterina


El 28 de marzo de 2004 el huracán Caterina atacó por sorpresa las costas de Brasil. Se trata de una enorme tormenta, quizás la más potente en la historia del Atlántico Sur.

Un ciclón de esta envergadura, clasificado por algunos como el primer huracán categoría 1, es un evento muy raro en el Atlántico Sur. Los ciclones tropicales son amplias regiones de baja presión, con una deformación mínima de los vientos verticales ascendentes.

Los huracanes arrancan árboles del suelo, arrojan vehículos por el aire, y aplastan casas. Sus vientos pueden sobrepasar los 160 km/h. Ningún otro tipo de tormenta en la Tierra es tan destructivo.

Estos fenómenos metereológicos se forman en los oceános tropicales, donde el agua caliente impulsa al ciclón por evaporación. Sin embargo, en el centro de esta tormenta el aire era relativamente frío, lo que indica que no se trata de un fenómeno tropical. La tormenta fue llamada "Caterina" por los metereólogos locales, aunque no hay precedentes de una nomenclatura formal para esta parte del mundo.

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64: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 64 EL PEQUEÑO HEIDELBERG Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra. El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos –vestidos con pantalones cortos, calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas– se sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin. En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso af rodisíaco capaz de devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del 64 Librodot

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63: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 63 otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho. Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio. ¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte. ¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él. Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello. Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto. 63 Librodot

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62: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 62 LO MÁS OLVIDADO DEL OLVIDO Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente. Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos. En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos. Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la 62 Librodot

El Valhala, La Creación

La Creación De Los Dioses, De Los Gigantes y Del Universo



Cuando el universo no era sino el caos, la oscuridad, y la confusión, surgió una grieta gigantesca, un abismo en el centro de todo. Era tan profunda que su extremo inferior ni siquiera se podía concebir.

En el interior de sus escarpadas paredes la temperatura era tan baja que un hombre se congelaría instantáneamente si entrara en ella. Esta abismo recibió el nombre de Ginnungagap.


Al norte del Ginnugagap estaba el reino de Nifleheim, de aquí procedía el arroyo Hvergelmir y de el surgían los once ríos conocidos conjuntamente como Elivagar. Estos ríos terminaban en el Ginnungagap, en cuanto estos ríos rozaban el gélido viento, se formaban inmensos bloques de hielo, los cuales poco a poco fueron llenando el inmenso abismo.
Al sur de Ginnungagap estaba el mundo del fuego y la luz perpetua, llamado Muspellsheim que era lo opuesto al Niflheim.

Aquí vivía Sturtr el gigante de fuego, era la primera criatura viviente. Estaba muy aburrido, así que se dedicaba a practicar con su espada de fuego, así pues, lanzaba grandes llamaradas de fuego al interior del Ginnungagap donde el fuego chocaba con el hielo y enviaba hacia arriba grandes chorros de vapor, que al chocar con el aire glaciar se convertían en escarcha, a partir de la cual se formaron dos criaturas, Ymir, el primer gigante y Audhumbla, una enorme vaca.

Lógicamente con el tiempo estas criaturas tuvieron hambre, y así como Ymir mamaba leche de las ubres de Audhumbla, esta solo podía lamer los bloques de hielo, hasta que desenterró a Buri (el productor), el cual se convertiría mas adelante en el abuelo de los Aesir, dioses dominantes de la mitología nórdica.

Ymir, una vez saciado de leche, se echo a dormir, y cuando estaba durmiendo, le paso cerca una llamarada de fuego de la espada de Sturtr, lo cual le hizo sudar. De este sudor nació Thrudgelmir, gigante de seis cabezas, abuelo de los gigantes del hielo que serian los eternos enemigos de los Aesir. Del sudor de las axilas nacieron otros dos gigantes, de una sola cabeza, pero igualmente horribles, nunca se conocieron sus nombres.

Buri, al tiempo engendro un hijo, el dios Bor. Bor pronto se casó con la giganta Bestla, con quien tuvo tres hijo, el mayor se llamo Odín, el segundo Vili y el tercero Ve, estos fueron los primeros de la raza de los Aesir, destinados a convertirse en los dioses del bien del universo nórdico.

Cuando los gigantes se enteraron de la existencia de estas fuerzas del bien, se reunieron para acabar con ellos, entonces se produjo una guerra que duro miles de años, ya que los Aesir aunque eran pocos, eran muy fuertes, y los gigantes aunque eran mas vulnerables, se reproducían con gran rapidez y suplían las bajas.

Al final Odín, Vili y Ve tendieron una trampa al mas odiado de los gigantes, Ymir, el primero de los gigantes, quien se derrumbo en el suelo del Ginnungagap, sangrando tanto que todos los demás gigantes excepto Bergelmir y su esposa, murieron ahogados.

Bergelmir y su esposa, se salvaron en un barco con el cual llegaron al Jotunheim, la tierra de los gigantes, donde crearon una nueva raza de gigantes educados al odio a sus vencedores, los Aesir.



La Creación Del Mundo, El Hombre, Los Enanos y Los Duendes
Una vez terminada la guerra, los Aesir crearon el mundo a partir del cadáver de Ymir, ya que era lo único modelable que tenían, su sangre ya había creado los océanos, con su cuerpo crearon Midgard, la tierra, que pronto se convertiría en el hogar de la humanidad, la colocaron entre ellos y el Jotunheim, para mantenerse lo mas alejado posible de los gigantes.

Con los hueso crearon protuberancias en el cuerpo de Ymir e hicieron valles y montañas, con los dientes los acantilados, con el pelo la vegetación, con el cráneo el cielo y con los trozos de cerebro las nubes.

Luego viajaron al Muspellsheim a coger algunas chispas de la espada de Surtr para hacer la estrellas y las más brillantes, el Sol y la Luna fueron colocadas en dos carros para que dieran vueltas alrededor del Midgard.

A pesar de las guerras, hubo relaciones entre los Aesir y los gigantes, de una de ellas, nacieron Mani (Sol) y Luna, las cuales harían de aurigas en los carros, detrás de los carros corrían dos lobos, Skoll y Hati, cuyo fin era devorar los dos astros, lo cual conseguirían cuando llegara el RAGNAROK, el Apocalipsis.

Un día paseando los Aesir, encontraron dos arboles caídos, un fresno y un olmo, entonces Odín les imbuyó la chispa de la vida, Vili los doto de espíritu y sed de conocimientos y Ve les otorgo el don de los cinco sentidos.

Estos eran el primer hombre, Ask, que procedía del fresno y la primera mujer, Embla, que procedía del olmo, los Aesir les regalaron el Midgard.

Al cabo del tiempo los Aesir, se dieron cuenta de que con el tiempo habían nacido distintas criaturas de la descomposición de Ymir, unas, las que eran malvadas y repugnantes, se convirtieron en criaturas con joroba y bultos, llamadas enanos, y debido a su gran fortaleza, fueron desterradas al Svartafheim, mundo subterráneo del Midgard, donde podían cavar en busca de gemas y metales preciosos, que tanto valoraban y si salían a la superficie, se convertirían en piedra.

Las otras criaturas eran los duendes, cuyo espíritu era amable y gentil, por eso su aspecto fue el de seres de gran belleza, les fue dado el reino del Alfheim, pero podían ir al Midgard cuando querían.

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fotos Cerámicos Moche:


9.1.08

Lago Vida


En los márgenes del mundo, bajo 19 metros de hielo y grava, se ha descubierto un lago que puede contener un ecosistema completamente aislado de la vida superficial. En una versión moderna del clásico de la literatura universal, Mundo perdido , de Sir Arthur Conan Doyle, la NASA financia a un grupo de científicos que se encuentran planeando una misión para perforar en la superficie que cubre el lago y obtener una muestra de agua para su análisis.

El lago Vida, sepultado bajo el hielo de la Antártida por más de 2,500 años, está formado por agua en estado líquido debido a su alta salinidad, que resulta de la lenta, pero continua, formación de hielo a expensas del agua líquida subyacente.

Los investigadores han perforado ya unos cuantos metros, sin llegar al cuerpo líquido del lago, y han encontrado microbios congelados. Su existencia refuerza la hipótesis de que microorganismos semejantes pueden encontrarse en la salmuera congelada debajo de la superficie marciana.

Si se descubren organismos vivientes en el lago Vida, podrían constituir un indicio de vida actual bajo capas de hielo similares, como las del lago Vostok, partes de Marte, e incluso algunas lunas de Júpiter, como Europa. En la fotografía se ve una estación metereológica robotizada monitoreando las condiciones superficiales, por encima del lago sellado con hielo.

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61: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 61 rancés, desertor de un barco británico, o un holandés escapado de una nave portuguesa, había sido asesinado a navajazos en los barrios bravos del puerto, pero ella escuchaba la noticia sin alterarse, porque aguardaba a un griego fugado de un transatlántico italiano. Cuando ya no pudo seguir soportando la calentura de los huesos y la ansiedad del alma, salió a pedir consuelo al primer hombre que pasaba. Lo cogió de la mano y le pidió de la forma más gentil y educada, que le hiciera el favor de desnudarse para ella. El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se parecía a las profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy clara, a pesar del lenguaje desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su tiempo con ella y la siguió, sin sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una pasión sincera. Asombrado y conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo, dejándole a María un billete sobre la mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por la murmuración de que había una mujer capaz de vender por un rato la ilusión del amor. Todos los clientes se fueron satisfechos. Así se convirtió María en la prostituta más célebre del puerto, cuyo nombre los marineros se llevaron tatuado en los brazos para darlo a conocer en otros mares, hasta que la leyenda le dio la vuelta al planeta. El tiempo, la pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto destruyeron la frescura de María. La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los huesos y para mayor comodidad se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus modales elegantes y el mismo entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no veía en ellos a sujetos anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de su amante imaginario. Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la sórdida urgencia del compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el mismo irrevocable amor, adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del otro. Con la edad se le desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la época en que se trasladó a la capital y se instaló en la calle República, no se acordaba de que alguna vez fue la musa inspiradora de tantos versos improvisados por navegantes de todas las razas y se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto hasta la ciudad, sólo para comprobar si aún existía aquella de quien había oído en un lugar de Asia. Al hallarse frente a ese mísero saltamontes, ese montón de huesos patéticos, esa mujercita de nada, y ver la leyenda reducida a escombros, muchos daban media vuelta y se marchaban desconcertados, pero otros se quedaban por lástima. Éstos recibían un premio inesperado. María cerraba su cortina de hule y al punto cambiaba la calidad del aire en la pieza. Más tarde el hombre partía maravillado, llevándose la imagen de una muchacha mitológica y no la de la anciana lastimosa que creyó ver en un principio. A María se le fue borrando el pasado –su único recuerdo nítido era el terror de trenes y baúles– y si no hubiera sido por la tenacidad de sus compañeras de oficio, nadie habría conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se abriera la cortina de su habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier otro fantasma nacido de su fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus brazos para devolverle el deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar, buscando siempre la antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un amor imaginario, engañando a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que se consumían antes de arder, y cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió que también el alma se le cubría de escamas, decidió que era mejor dejar este mundo. Y con la misma delicadeza y consideración de todos sus actos, recurrió entonces a la jarra de chocolate. 61 Librodot

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60: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 60 la piel erizada desde los talones hasta la nuca, cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas. Bajó las escalerillas en trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo por la penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de emergencia, un terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los peces. Pensando que la inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta había dado la voz de alarma y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba. María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los refajos y se despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y desaparecieron al amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la vaca y el baúl asesino. El hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un puerto estupendo, que surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de otro mundo, con sus ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos mientras les duró la reserva de dinero. El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una jerizonga incomprensible para María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella las maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso, y el resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por los sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose sola en territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos. El griego carecía de intuición para adivinar que había abierto una compuerta, que él mismo no era sino el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar el regalo ofrecido por esa mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo de una inocencia invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con la juguetona disposición de un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba de la dicha celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el paraíso y se dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz. La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas, las ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El griego trató de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin cesar, húmeda, turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en alta mar se había transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como a una mosca en el tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad apabullada retozando con las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los chulos y apostando en peleas de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con los bolsillo vacíos, se aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo esperó con paciencia durante varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que algún marinero f 60 Librodot

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59: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 59 sombreros con velo, enterrada en una tumba de trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural. Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y tomar hasta las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de los árboles en el jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin cambios en su rutina. A veces se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había olvidado al decrépito esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente entre las sábanas de lino, para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para un baile en la cual le costaba mucho reconocerse. A los dos años de soledad el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo se le hizo intolerable. Los domingos en la puerta de la iglesia se retrasaba para ver pasar a los hombres, atraída por el ronco sonido de sus voces, sus mejillas afeitadas y el aroma del tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y les sonreía. Su padre y sus hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa tierra americana corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en consejo de familia enviarla donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de las tentaciones frívolas, protegida por las sólidas tradiciones y el poder de la Iglesia. Así empezó el viaje que cambiaría el destino de María, la boba. Sus padres la embarcaron en un transatlántico acompañada por su hijo, una sirvienta y los perros falderos. El complicado equipaje incluía, además de los muebles de la habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala del barco, para proveer de leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de sombrero, también llevaba un enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía los vestidos de fiesta rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en casa de los tíos María tuviera oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron contrariarla. Los tres primeros días la viajera no pudo abandonar su litera, vencida por el mareo, pero finalmente se acostumbró al bamboleo del barco y consiguió levantarse. Entonces llamó a la sirvienta para que le ayudara a desempacar la ropa para la larga travesía. La existencia de María estuvo marcada por desgracias súbitas, como ese tren que le arrebató el espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia irreversible. Estaba ordenando los vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se asomó al baúl abierto. En ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada tapa y el filo metálico le dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron tres marineros para desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de láudano capaz de tumbar a un atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y se destrozara la cara con las uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un estado crepuscular, meciéndose de lado a lado, como en los tiempos en que ganó fama de idiota. El capitán del buque anunció la infausta nueva por un altoparlante, leyó un breve responso y luego ordenó envolver el pequeño cadáver con una bandera y lanzarlo por la borda, porque ya estaban en medio del océano y no tenía cómo preservarlo hasta el próximo puerto. Varios días después de la tragedia, María salió con paso incierto a tomar aire por primera vez en la cubierta. Era una noche tibia y del fondo del mar subía un olor inquietante de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que le entró por las narices y le recorrió las venas con el efecto de una sacudida telúrica. Se encontraba mirando el horizonte, con la mente en blanco y 59 Librodot

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