13.12.07

Erupción Anatahan


Era poco probable que este volcán podía hacer erupción. El Monte Anatahan no había entrado en erupción en toda la historia escrita. Pero el 10 de Mayo, este pequeño volcán de las Islas Mariana del Norte, en el océano Pacífico occidental, lanzó cenizas a 10.000 metros de distancia.Las explosiones del Monte Anatahan continuaron produciéndose cada pocos minutos, durante dos días. Las cenizas suspendidas en el aire eran muy molestas, se suspendieron varios vuelos en la cercana Guam. Algunas rocas de más de un metro fueron catapultadas por el aire. No hubo heridos, ya que el equipo de sismólogos que casualmente había colocado detectores en la isla unos días antes, ya se había marchado. Afortunadamente no se encontraban demasiado lejos y pudieron tomar la fotografía.

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58: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 58 muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta acabar oscura como el chocolate. Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día. El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia lunática y a un novio varias décadas mayor. María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita –remedio antiescrufuloso y reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga– a causa de lo cual pasó veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo abotonar sus vestidos y a su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María se resignó a usar trajes de luto y 58 Librodot

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57: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 57 MARíA LA BOBA María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola, administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella. En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar. Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía, al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla. –Ahora me llegó el tiempo de morir –fue su única explicación. Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y enseguida abandonó este mundo. Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero nadie prestó atención a tales maledicencias. –Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar – sentenció la señora de la casa. No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su 57 Librodot

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56: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 56 después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los bra– zos y hacía grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y, tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo. Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas plantas del brujo. Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográ– ficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico contra los accidentes irremediables. El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes. 56 Librodot

Segunda generación

Zeus tomó una esposa divina, Hesíodo le atribuye a Metis como primera compañera, Gea y Urano, depositarios de los secretos divinos, revelaron a Zeus un oráculo del Destino: "De los hijos que nacieran de Metis y de él, el primero sería muy sabio y valiente, pero el segundo sería un hijo de ánimo violento llamado para destronar a su padre".

Previniendo el peligro, Zeus se comió a Metis cuando ésta esperaba a su primer hijo.

Zeus convocó al dios forjador, Hefestos, y le ordenó que le hendiera la cabeza de un hachazo. Y así es como, de la cabeza de Zeus, surgió una muchacha enteramente armada: era la diosa Atenea, toda sabiduría y valentía.

Temis, la Titánida, fue la segunda esposa de Zeus, era ella la encarnación de la ley o la Equidad. De esa unión nacieron las divinidades que llaman las Horas, y que son las estaciones.

Eran tres, Hesíodo, las llama: Eunomía, Diké e Irene, es decir, Disciplina, Justicia y Paz, pero los atenienses las conocían bajo los nombres de Thalo, Auxo y Carpo, que evocan los tres principales momentos de la vegetación: el nacimiento de la planta, su crecimiento y su fructificación.

Zeus tuvo otras tres hijas con Temis, Moiras (las Parcas): Cloto, Laquesis y Átropos, que rigen el destino de todo ser humano. Aquel destino estaba simbolizado por un hilo, que la primera de las Parcas sacaba de su rueca, que la segunda enrollaba y que la tercera cortaba cuando llegaba al término de la vida que representaba.

La tercera esposa de Zeus fue la Oceánida Eurinome, que le dio también tres hijas, Kharites (las gracias), Aglae, Eufrosine y Talía.

Como las Horas, las Gracias son genios de la vegetación: son ellas quienes transmiten la alegría en la Naturaleza y en el corazón de los hombres. Viven en el Olimpo en compañía de las Musas, presiden toda labor femenina.

Deméter que era su hermana, dio a Zeus una hija, Perséfone.

Luego se unió a la Titánida Mnemosine, y tuvo de ella nueve hijas, las Musas, "que se complacen en las fiestas y en la alegría del canto".

Las Musas también patrocinan todas las actividades intelectuales, hasta las más altas, todo lo que libera al hombre de la materia y le da acceso a las verdades eternas. Elocuencia, persuasión, sabiduría, conocimiento del pasado y de las leyes del mundo, matemáticas, astronomía, poesía, música y la danza son su dominio.

Las Musas eran: Calíope, Clío, Polimnia, Euterpe, Terpsícore, Erato, Melpómene, Talía y Urania.

Después de Mnemosine, Zeus se unió con Leto, la hija del Titán Ceo y de la Titánida Febe. De ella tuvo dos hijos, Artemisa y Febo.

Maia, hija del Titan Atlas, concibió al dios Hermes por obra de Zeus.

Hera fue la última de las esposas divinas de Zeus, que le dio un hijo. Ares, el dios de la Guerra, y dos hijas: Hebe, personificación de la juventud (esposa de Heracles), e Ilitia, el genio femenino que protege los partos.

Zeus amó también mortales, sobre todo a Alemena, que le dio a Hércules, y Semele, de la que tuvo a Dionisio, el dios del Vino.

Hera, furiosa de verse así abandonada, hizo nacer por sí misma, sin la intervención de Zeus, a un hijo divino, Hefestos, que preside el trabajo de los herreros y de las artes del fuego.

Se completa de esta manera, el grupo de las grandes divinidades.

En la época clásica se considera que existen doce "Olímpicos": Zeus, Poseidón, Hefestos, Hermes, Ares, Febo, Hera, Atenea, Artemisa, Hestia, Afrodita y Deméter.

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fotos huaca Terraza frente a la plaza principal

5.12.07

Incendio forestal


Algunas veces, extensas regiones de la Tierra se incendian. Ya que el fuego consume oxígeno y porque el oxígeno es un indicador de vida, el fuego en un planeta cualquiera podría ser un indicador de vida, pero, en el nuestro, suele ser un indicador destructivo.. La mayor parte del suelo de la Tierra ha sido quemada por el fuego en algún momento. Aunque el fuego es causa de muchas tragedias, éste es considerado como parte del un ciclo natural del ecosistema.

La estación de fuego del año 2000 en los Estados Unidos fue una de las más activas. Los grandes incendios fortestales en la Tierra son causados por relámpagos, aunque cada vez son más tristemente comunes los causados por la acción humana. En esta fotografía, un atónito alce evita el fuego que se esparce por el Valle Bitterroot en Montana .

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55: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 55 en sangre. El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal. Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra el hechicero –aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir– era mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin distracciones. Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente volvió el curan– dero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días'después ensayaba sus primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después.el Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos. –Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga que hacer pacto con el diablo –concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra. El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta. –¡Santa María, Madre de Dios! –exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, 55 Librodot

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54: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 54 En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los hombres, una perenne melancolía –fruto de la desesperanza– y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro. –No parece maricón –concluyeron– pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres. Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro hombre, había provocado esa catástrofe. –Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al ganso –explico la abuela. –Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla –aclaró un vecino que ayudaba a transportar la camilla. Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se dejara vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba sumida en un murmullo de interminables oraciones. – ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! –le gritó al pasar. Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva, con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo, ensopado 54 Librodot

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53: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 53 ESTER LUCERO Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desangrándose como un buey, con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después. Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas, pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado, llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación, abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches, con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas, verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien llevara botas. –No se asusten, soy un compañero –se presentó con la boina grasienta en la mano. A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio, avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio, donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables misterios de la Revolución. –¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta? –se preguntaban las comadres del pueblo. 53 Librodot

Los demonios del mar

Pontos (la Ola) tuvo como primogénito a Nereo, a quien se llama el Viejo del Mar, porque es leal y benigno a la vez, sin olvidar jamás la equidad. También Pontos engendró con Gea, a Taumas, que más tarde fue el padre de la diosa Iris, encarnación del arco iris y mensajera de los inmortales; luego a Forcis.

Por su parte Nereo se unió con Doris, una de las hijas de Océano, que le dio las Nereidas, cuyo número varía según las tradiciones: más frecuentemente, se cuentan cincuenta, pero a veces son el doble.

Entre las Nereidas sólo algunas han recibido una leyenda en particular: Tetis, la madre de Aquiles, y Anfitrite, la esposa del Olímpico Poseidón, dios del mar, y la siciliana Galatea. Las Nereidas jóvenes y bellas, pasan su tiempo eterno, hilando y cantando en el palacio de oro de su padre.

Taumas hijo de Pontos, ha engendrado a la Arpías, Aelo y Ocipete (la borrasca y la vueladeprisa) a las que a veces se añade una tercera hermana, Cileno (la Oscura).

Estas Arpías son genios malhechores, cuando caen sobre el mar, con toda la velocidad de sus alas, nada les aguanta: Lo arrancan todo a su paso. Se las representa semejantes a pájaros de presa, con garras agudas, y se asegura que viven en las islas Estrofadas, en el centro del mar Jónico.

Las tres viejas del mar son: Las Greas (Enio, Pefredon y Dino. Viven en el Extremo Oriente, en un país cubierto de brumas, donde nunca sale el sol. Sólo tenían un ojo y un diente las tres, sirviéndose de ellos por turno).

Las tres Greas eran hermanas de otros tres monstruos, las Gorgonas, llamadas Esteno, Euríala y Medusa.

Medusa era la única mortal entre las tres.

Las gorgonas eran horribles, estaban armadas con grandes defensas semejantes a las de los jabalíes: Sus ojos chispeaban y su mirada era capaz de convertir en piedra a quien tuviera la osadía de mirarlas fijamente. Su cabellera era hecha de serpientes, y alas de oro les permitían volar, vivían en los confines del mundo.

Perseo da muerte a Medusa quien había sido fecundada por Poseidón.

De su cuerpo al morir, surgen dos seres: Pegaso, el caballo alado, y Crisaor, el héroe de la espada de oro, que a su vez, engendró al gigante Gerión el de los tres cuerpos, víctima de Heracles (Hércules) y también a Equidna (la Víbora), un monstruo aterrador que se unió a Tifón y le dio hijos: El monstruo perro Ortros, compañero de Gerión, Cerbero, el perro que guardaba los Infiernos, la Hidra de Lerna, que había de ser muerta por Heracles, y la Quimera, a la que más tarde combatiría Belerofonte.

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fotos huaca Terraza frente a la plaza principal