25.1.08

Huracán Caterina


El 28 de marzo de 2004 el huracán Caterina atacó por sorpresa las costas de Brasil. Se trata de una enorme tormenta, quizás la más potente en la historia del Atlántico Sur.

Un ciclón de esta envergadura, clasificado por algunos como el primer huracán categoría 1, es un evento muy raro en el Atlántico Sur. Los ciclones tropicales son amplias regiones de baja presión, con una deformación mínima de los vientos verticales ascendentes.

Los huracanes arrancan árboles del suelo, arrojan vehículos por el aire, y aplastan casas. Sus vientos pueden sobrepasar los 160 km/h. Ningún otro tipo de tormenta en la Tierra es tan destructivo.

Estos fenómenos metereológicos se forman en los oceános tropicales, donde el agua caliente impulsa al ciclón por evaporación. Sin embargo, en el centro de esta tormenta el aire era relativamente frío, lo que indica que no se trata de un fenómeno tropical. La tormenta fue llamada "Caterina" por los metereólogos locales, aunque no hay precedentes de una nomenclatura formal para esta parte del mundo.

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64: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 64 EL PEQUEÑO HEIDELBERG Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra. El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos –vestidos con pantalones cortos, calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas– se sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin. En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso af rodisíaco capaz de devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del 64 Librodot

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63: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 63 otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho. Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio. ¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte. ¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él. Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello. Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto. 63 Librodot

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62: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 62 LO MÁS OLVIDADO DEL OLVIDO Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente. Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos. En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos. Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la 62 Librodot

El Valhala, La Creación

La Creación De Los Dioses, De Los Gigantes y Del Universo



Cuando el universo no era sino el caos, la oscuridad, y la confusión, surgió una grieta gigantesca, un abismo en el centro de todo. Era tan profunda que su extremo inferior ni siquiera se podía concebir.

En el interior de sus escarpadas paredes la temperatura era tan baja que un hombre se congelaría instantáneamente si entrara en ella. Esta abismo recibió el nombre de Ginnungagap.


Al norte del Ginnugagap estaba el reino de Nifleheim, de aquí procedía el arroyo Hvergelmir y de el surgían los once ríos conocidos conjuntamente como Elivagar. Estos ríos terminaban en el Ginnungagap, en cuanto estos ríos rozaban el gélido viento, se formaban inmensos bloques de hielo, los cuales poco a poco fueron llenando el inmenso abismo.
Al sur de Ginnungagap estaba el mundo del fuego y la luz perpetua, llamado Muspellsheim que era lo opuesto al Niflheim.

Aquí vivía Sturtr el gigante de fuego, era la primera criatura viviente. Estaba muy aburrido, así que se dedicaba a practicar con su espada de fuego, así pues, lanzaba grandes llamaradas de fuego al interior del Ginnungagap donde el fuego chocaba con el hielo y enviaba hacia arriba grandes chorros de vapor, que al chocar con el aire glaciar se convertían en escarcha, a partir de la cual se formaron dos criaturas, Ymir, el primer gigante y Audhumbla, una enorme vaca.

Lógicamente con el tiempo estas criaturas tuvieron hambre, y así como Ymir mamaba leche de las ubres de Audhumbla, esta solo podía lamer los bloques de hielo, hasta que desenterró a Buri (el productor), el cual se convertiría mas adelante en el abuelo de los Aesir, dioses dominantes de la mitología nórdica.

Ymir, una vez saciado de leche, se echo a dormir, y cuando estaba durmiendo, le paso cerca una llamarada de fuego de la espada de Sturtr, lo cual le hizo sudar. De este sudor nació Thrudgelmir, gigante de seis cabezas, abuelo de los gigantes del hielo que serian los eternos enemigos de los Aesir. Del sudor de las axilas nacieron otros dos gigantes, de una sola cabeza, pero igualmente horribles, nunca se conocieron sus nombres.

Buri, al tiempo engendro un hijo, el dios Bor. Bor pronto se casó con la giganta Bestla, con quien tuvo tres hijo, el mayor se llamo Odín, el segundo Vili y el tercero Ve, estos fueron los primeros de la raza de los Aesir, destinados a convertirse en los dioses del bien del universo nórdico.

Cuando los gigantes se enteraron de la existencia de estas fuerzas del bien, se reunieron para acabar con ellos, entonces se produjo una guerra que duro miles de años, ya que los Aesir aunque eran pocos, eran muy fuertes, y los gigantes aunque eran mas vulnerables, se reproducían con gran rapidez y suplían las bajas.

Al final Odín, Vili y Ve tendieron una trampa al mas odiado de los gigantes, Ymir, el primero de los gigantes, quien se derrumbo en el suelo del Ginnungagap, sangrando tanto que todos los demás gigantes excepto Bergelmir y su esposa, murieron ahogados.

Bergelmir y su esposa, se salvaron en un barco con el cual llegaron al Jotunheim, la tierra de los gigantes, donde crearon una nueva raza de gigantes educados al odio a sus vencedores, los Aesir.



La Creación Del Mundo, El Hombre, Los Enanos y Los Duendes
Una vez terminada la guerra, los Aesir crearon el mundo a partir del cadáver de Ymir, ya que era lo único modelable que tenían, su sangre ya había creado los océanos, con su cuerpo crearon Midgard, la tierra, que pronto se convertiría en el hogar de la humanidad, la colocaron entre ellos y el Jotunheim, para mantenerse lo mas alejado posible de los gigantes.

Con los hueso crearon protuberancias en el cuerpo de Ymir e hicieron valles y montañas, con los dientes los acantilados, con el pelo la vegetación, con el cráneo el cielo y con los trozos de cerebro las nubes.

Luego viajaron al Muspellsheim a coger algunas chispas de la espada de Surtr para hacer la estrellas y las más brillantes, el Sol y la Luna fueron colocadas en dos carros para que dieran vueltas alrededor del Midgard.

A pesar de las guerras, hubo relaciones entre los Aesir y los gigantes, de una de ellas, nacieron Mani (Sol) y Luna, las cuales harían de aurigas en los carros, detrás de los carros corrían dos lobos, Skoll y Hati, cuyo fin era devorar los dos astros, lo cual conseguirían cuando llegara el RAGNAROK, el Apocalipsis.

Un día paseando los Aesir, encontraron dos arboles caídos, un fresno y un olmo, entonces Odín les imbuyó la chispa de la vida, Vili los doto de espíritu y sed de conocimientos y Ve les otorgo el don de los cinco sentidos.

Estos eran el primer hombre, Ask, que procedía del fresno y la primera mujer, Embla, que procedía del olmo, los Aesir les regalaron el Midgard.

Al cabo del tiempo los Aesir, se dieron cuenta de que con el tiempo habían nacido distintas criaturas de la descomposición de Ymir, unas, las que eran malvadas y repugnantes, se convirtieron en criaturas con joroba y bultos, llamadas enanos, y debido a su gran fortaleza, fueron desterradas al Svartafheim, mundo subterráneo del Midgard, donde podían cavar en busca de gemas y metales preciosos, que tanto valoraban y si salían a la superficie, se convertirían en piedra.

Las otras criaturas eran los duendes, cuyo espíritu era amable y gentil, por eso su aspecto fue el de seres de gran belleza, les fue dado el reino del Alfheim, pero podían ir al Midgard cuando querían.

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