19.5.07

La Tierra desde la Luna

Esta vista de la Tierra elevándose sobre el horizonte de la Luna fue tomada desde la nave espacial Apollo 11. El terreno lunar que se puede ver corresponde a la región del Mar de Smyth en el lado cercano de la Luna.

Desde la superficie lunar la Tierra se ve enorme y se pueden apreciar en detalle, si las nubes lo permiten, la silueta de los continentes. El color predominante es el azul. En cambio, la superficie lunar es de color gris ceniza.

La Danza del Águila

Un día, un cazador esquimal hambriento mató a un águila de un disparo para alimentarse. Sin embargo, a su regreso a casa, se sentía tan mal de haber matado al águila que en vez de comerselo, lo rellenó y lo colocó en un lugar de honor. Cada vez que él traía algo de comer a casa, le ofrecía la primera probada al águila.

Un día, el cazador se perdió en una ventisca. Mientras esperaba a que la tempestad terminara, dos hombres lo encontraron y lo llevaron a su aldea. Estos hombres llevaban palos cubiertos de plumas. En la aldea, el cazador conoció a una mujer vestida de negro. Inmediatamente se dio cuenta que ella era la madre del águila que él había matado.

La madre del águila le dijo que él había tratado bien a su hijo y lo había honrado apropiadamente. Ella le mostró al cazador la danza del águila, y le indicó que él debería memorizarla y enseñarla a su gente.

Después de que la danza terminó, la aldea del águila desapareció y el cazador se encontró de nuevo en medio de la ventisca. Él pudo regresar a su aldea y les relató acerca de su encuentro con la gente águila. También les enseñó la danza y cada año, la bailaban, tal y como se les había indicado. Nunca más cazaron el águila y sus redes y trampas estuvieron siempre llenas.

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE

10: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 10 que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados. Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír. La madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre. Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su pelo engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero era entonado y cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras del repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas y blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los lamentos de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía, toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se movió siguiendo la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin embargo, notó que 10 Librodot