13.2.08

Tormenta de nieve


La Tierra es un planeta-océano. Desde la órbita baja de la Tierra, el instrumento de la nave espacial Sea Star revisa los colores de todos los océanos para ver los cambios en el clima y en la biósfera de nuestro mundo acuático.

Las imágenes del SeaWiFS también pueden seguir los cambios de color en las masas de tierra, como en esta fotografía del Planeta, tomada el 27 de Enero del año 2000, que nos muestra la región de los grandes lagos y el área de la costa atlántica en Norteamérica.

Esta vista revela la magnitud de la estación blanca con agua en fase sólida caída sobre los EEUU. Esta instensa tormenta deleitó a los niños, pero causó serios problemas. La costa atlántica de Norteamérica recibe periódicamente nevadas de gran alcance.

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE

67: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 67 El Capitán tomó de la mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola por la pista como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento. Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música más vibrantes, los pies más, rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate. El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levantó y avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con él. 67 Librodot

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66: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 66 mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos de su infancia. El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, sólo se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza. Un sábado de diciembre, menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par de turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién inventado, palabras que no había oído desde hacía varias décadas, pero que permanecían intactas en su memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba diciendo algo a los recién llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña Burgel salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para decirle en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los nórdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el delantal, con la intuición de un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en su español torcido. –Niña Eloísa, preguna El Capitán si quiere casarse con él. La frágil anciana se quedó sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista, y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz. –¿No le parece que esto es un poco precipitado?–musitó. Sus palabras pasaron por el tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa. –El Capitán dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le conteste ahora. –Está bien –susurró apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta, porque todos la entendieron. Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la pista. 66 Librodot

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65: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 65 baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e imponer orden. Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón –quilla alta, barrigona, amplia de popa, rostro de mascarón de proa– que luce un escote maduro, pero aún turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca, por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes, vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar. Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño, avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir que sus muchos años le cortaran la inspiración. La más antigua parroquiana del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constituía un privilegio tomar su 65 Librodot

Los Dioses: ODÍN

ODÍN

Rey de los Aesir

Odín era uno de los más trágico y nobles dioses, tal era su sabiduría que era incapaz de ser feliz, ya que podía ver el Ragnarok. A veces se le conoce por el nombre de Wotan o Woden, y el día miércoles, en inglés Wednesday, recibe su nombre de él. Es caracterizado como el dios protector de los guerreros valerosos y nobles.

Odín era uno de los dioses originales, hijos de Bor, todos los dioses del Asgard descendían de él. Desde el Hlidskialf, su trono, podía ver por completo los nueve mundos, la única persona que se podía sentar en su trono era su segunda esposa Frigga. Tenia otras dos esposas, Jord o Erda, con ella engendro a Thor y Rinda, que representaba la tierra fría del invierno y Odín solo aceptaba estar con ella un corto periodo de tiempo, con esta engendro a Vali, uno de los pocos dioses que sobreviviría al Ragnarok.

Se suele mostrar a Odín con su lanza, Gungnir, y con el brazalete Draupnir, que se regeneraba cada siete días. Sobre él se podían ver a dos cuervos, Hugin y Munin, cuyos nombres significaban pensamiento y memoria, eran la extensión de sus ojos y oídos. También tenia a sus ordenes dos lobos, Geri y Freki, estos simbolizaban el espíritu cazador innato de su amo, eran alimentados con la carne que se suponia era para Odín, ya que este solo se alimentaba de aguamiel.

Según ciertas leyendas, algunos guerreros eran invadidos por el espíritu de Odín y luchaban con una ferocidad tremenda, y por esto eran gratos a los ojos de Odín.

La sabiduría de Odín
Una vez creado el mundo, Odín hizo una visita a Mimir, el guardián del pozo de la sabiduría. Odín se acerco a Mimir y le pidió un trago de esa agua, ya que para ser el rey de los dioses necesitaba la sabiduría que proporcionaba el agua del pozo.

Mimir accedió, pero a cambio Odín tuvo que arrancarse un ojo y tirarlo al pozo, donde se convirtió en un objeto pálido y a la vez brillante, así pues, el ojo del pozo simbolizó la Luna y el que le quedaba en el Sol.

Al regresar le arranco una rama a Yggdrasil y se hizo su lanza, Gungnir. Y al cabo del tiempo supo el precio que había de pagar por poseer la sabiduría, ya que podía ver con total claridad el Ragnarok y su desenlace final, con esto su rostro siempre alegre cambio a una cara que destellaba tristeza. Esta era la razón de que Odín solo bebía aguamiel y no comía nunca, debido a se necesidad de un gran consuelo, su dieta estricta de bebidas alcohólicas.

El Valhala y los Einheriar
Odín tenia tres palacios principalmente: el Gladsheim, la sala de reuniones; el Valaskialf, donde estaba el Hlidskialf; y el Valhala, palacio donde iban los elegidos que habían muerto en combate. Morir en combate era la muerte más noble que un nórdico podía esperar, la muerte de viejo era una deshonra. Cuando había una batalla en el Midgard, Odín enviaba a las Valquirias, que hacían una selección entre los más valerosos guerreros, estos eran los Einheriar.

En el Valhala, los Einheriar comían carne de un jabalí, Saehrimnir, que era sacrificado todos los días y después se regeneraba milagrosamente; y se bebía aguamiel.

Una vez estaban saciados, luchaban en el patio destrozándose los unos a los otros hasta que el cuerno sonaba de nuevo. Las heridas sanaban inmediatamente y los combatientes, como buenos amigos volvían de nuevo a otro banquete.

Las Runas
Cierto día Odín se colgó del Yggdrasil durante nueve días con sus noches observando la sabiduría del Niflheim. Una vez realizada esta tarea, su cuerpo murió. Debido a su gran fuerte de voluntad renació, llevando en su mente los conocimientos a los que solo los muertos tienen acceso. A partir de ellas modelo las runas, que al principio fueron utilizadas como objetos mágicos, después como símbolos decorativos y finalmente se convirtieron en los caracteres de los primeros alfabetos nórdicos.

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