12.5.09

LOS CUENTOS DE EVA LUNA ISABEL ALLENDE

87: Librodot Cuentos de Eva Luna Isabel Allende 87 VIDA INTERMINABLE Hay toda clase de historias. Algunas nacen al ser contadas, su substancia es el lenguaje y antes de que alguien las ponga en palabras son apenas una emoción, un capricho de la mente, una imagen o una intangible reminiscencia. Otras vienen completas, como manzanas, y pueden repetirse hasta el infinito sin riesgo de alterar su sentido. Existen unas tomadas de la realidad y procesadas por la inspiración, mientras otras nacen de un instante de inspiración y se convierten en realidad al ser contadas. Y hay historias secretas que permanecen ocultas en las sombras de la memoria, son como organismos vivos, les salen raíces, tentáculos, se llenan de adherencias y parásitos y con el tiempo se transforman en materia de pesadillas. A veces para exorcizar los demonios de un recuerdo es necesario contarlo como un cuento. Ana y Roberto Blaum envejecieron juntos, tan unidos que con los años llegaron a parecer hermanos; ambos tenían la misma expresión de benevolente sorpresa, iguales arrugas, gestos de las manos, inclinación de los hombros; los dos estaban marcados por costumbres y anhelos similares. Habían compartido cada día durante la mayor parte de sus vidas y de tanto andar de la mano y dormir abrazados podían ponerse de acuerdo para encontrarse en el mismo sueño. No se habían separado nunca desde que se conocieron, medio siglo atrás. En esa época Roberto estudiaba medicina y ya tenía la pasión que determinó su existencia de lavar al mundo y redimir al prójimo, y Ana era una de esas jóvenes virginales capaces de embellecerlo todo con su candor. Se descubrieron a través de la música. Ella era violinista de una orquesta de cámara y él, que provenía de una familia de virtuosos y le gustaba tocar el piano, no se perdía ni un concierto. Distinguió sobre el escenario a esa muchacha vestida de terciopelo negro y cuello de encaje que tocaba su instrumento con los ojos cerrados y se enamoró de ella a la distancia. Pasaron meses antes de que se atreviera a hablarle y cuando lo hizo bastaron cuatro frases para que ambos comprendieran que estaban destinados a un vínculo perfecto. La guerra los sorprendió antes que alcanzaran a casarse y, como millares de judíos alucinados por el espanto de las persecuciones, tuvieron que escapar de Europa. Se embarcaron en un puerto de Holanda, sin más equipaje que la ropa puesta, algunos libros de Roberto y el violín de Ana. El buque anduvo dos años a la deriva, sin poder atracar en ningún muelle, porque las naciones del hemisferio no quisieron aceptar su cargamento de refugiados. Después de dar vueltas por varios mares, arribó a las costas del Caribe. Para entonces tenía el casco como una coliflor de conchas y líquenes, la humedad rezumaba de su interior en un moquilleo persistente, sus máquinas se habían vuelto verdes y todos los tripulantes y pasajeros –menos Ana y Roberto defendidos de la desesperanza por la ilusión del amor– habían envejecido doscientos años. El capitán, resignado a la idea de seguir deambulando eternamente, hizo un alto con su carcasa de transatlántico en un recodo de la bahía, frente a una playa de arenas fosforescentes y esbeltas palmeras coronadas de plumas, para que los marineros descendieran en la noche a cargar agua dulce para los depósitos. Pero hasta allí no más llegaron. Al amanecer del día siguiente fue imposible echar a andar las máquinas, corroídas por el esfuerzo de moverse con una mezcla de agua salada y pólvora, a falta de combustibles mejores. A media mañana aparecieron en una lancha las autoridades del puerto más cercano, un puñado de mulatos alegres con el uniforme desabrochado y la mejor voluntad, que de acuerdo con el reglamento les ordenaron salir de sus aguas territoriales, pero al saber la triste suerte de los navegantes y el deplorable estado del buque le sugirieron al capitán que se quedaran unos días allí tomando el sol, a ver si de tanto darles rienda los inconvenientes se arreglaban solos, como casi siempre ocurre. Durante la noche todos los habitantes de esa nave desdichada descendieron en los botes, pisaron las arenas cálidas de aquel país cuyo nombre apenas podían pronunciar, y se perdieron tierra adentro en la voluptuosa vegetación, dispuestos a cortarse las barbas, despojarse de sus trapos mohosos y sacudirse los vientos oceánicos que les habían curtido el alma. 87 Librodot

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